En la antigua
Roma, la figura del padre era muy respetada no solo dentro de las paredes del
hogar sino también fuera de ellas. Era el encargado de velar por la familia, de
vigilar sus actos e incluso de ser el juez de ella ya que en realidad ese pater familias era el propietario legal de sus hijos y de su
esposa, y si se daba algún caso en que ellos causara algún deshonor a la
familia tenía todo el derecho a sentenciarla a muerte si eso era lo que
deseaba. Y nadie se lo podría reprochar. Es por ello que el crimen de
parricidio en Roma era uno de los más despreciables de todos. La ley Pompeya establecía una de las condenas
más severas que existían entonces: al acusado de haber matado a su padre se le
introducía en un saco y acto seguido se metía, igualmente, un perro, un gato,
una víbora y un mono, y después se le arrojaba al Tíber o al mar. Hay que
imaginarse el suplicio del condenado pues mientras no se ahogara su cuerpo iba
siendo desgarrado por las luchas intestinas que se producirían dentro del saco.