Sitiar una
ciudad y, posteriormente, tomarla no es asunta baladí pues para ello el
conquistador ha de tener en cuenta muchos factores como por ejempla la
disposición de la ciudad y las defensas de las que ésta dispone. En el 539 a. C
el rey Ciro II el Grande llegó a las puertas de Babilonia y se encontró con una
ciudad que muchos consideraban inexpugnable. Y no era para menos pues en
aquellos tiempos Babilonia contaba con un doble cinturón de murallas de más de
veinte metros de altura, toda erizada de guerreros y con un caudaloso rio, el
Éufrates, que corría por el centro de la ciudad. Así pues Ciro se encontró con
que no podría doblegar aquel emplazamiento mediante un ataque frontal o
intentando forzar las aberturas por donde entraba el rio ya que éstas estaban
cerradas por unas fuertes rejas e impedían que se pudiera bucear por debajo.
Cualquier general o conquistador se habría
sentido intimidado ante aquellas defensas y hubiera decidido levantar el
campamento y huir con el rabo entre las piernas. Pero Ciro no era de esa pasta
y optó por utilizar su propio ingenio. Tras mucho cavilar y consultar a sus
generales se dio cuenta de que el único punto débil de la ciudad era el río,
por lo que decidió desviar el curso del mismísimo Éufrates. Para realizar tan
magna empresa se llevó a un grupo de soldados e ingenieros río arriba para que
por un lado construyeran un canal paralelo al rio y a la vez levantar una presa
que taponase el curso del original. Una noche en que los babilonios estaban
confiados ordenó cerrar la presa y cuando el cauce del Éufrates ya estaba casi
seco hizo pasar a sus tropas por debajo de las rejas. En un abrir y cerrar de
ojos Babilonia había caído en manos de los persas.