¡Mi querido Frodo! –exclamó Gándalf -, los
hobbits son criaturas realmente sorprendentes, como ya he dicho. Puedes
aprender todo lo que se refiere a sus costumbres y modos en un mes y después de
cien años aún te sorprenderán.
(El Señor de los Anillos, J.R.R.Tolkien)
Dice John Keegan
en su obra La Primera Guerra Mundial,
que “… los hombres a los que las trincheras confinaron a la intimidad forjaron
vínculos de dependencia mutua y autosacrificio más fuertes que cualquier
amistad entablada en tiempos de paz y prosperidad. Este es el mayor misterio de
la Primera Guerra Mundial”. Y es cierto pues los soldados de todos los bandos
que lucharon entonces, que soportaron el fuego y el acero acurrucados en el
cieno de una cicatriz en la tierra, llegaron a conocer perfectamente no solo a
sus correligionarios más cercanos sino también a comprender sus ideas más
internas y a percibir cuáles eran los sueños rotos que tenían por delante si
conseguían sobrevivir a aquella carnicería humana. Muchas fueron las horas de
bombardeo y metralla que tuvieron que soportar sobre sus cabezas y por tanto
muchos los ratos que tuvieron para pensar en sus vidas y destinos. De esa
guerra que supuestamente iba a terminar con todas ellas, nació una moral más
ácida y cínica, descontenta y contestataria con respecto a la que les fue
enseñada por sus ancestros. La mayoría de los supervivientes abandonaron sus
ideas épicas y religiosas con las que entraron en la guerra y tras la depresión
posterior muchos se convirtieron a acérrimos ateos que renegaban de sus
creencias ancestrales. Un ejemplo de ello fue C.S. Lewis (1898 – 1963), autor
de las increíbles Crónicas de Narnia
(aunque luego volvió a recuperar su fe cristiana). Pero, también hubo otros que
salieron reforzados en sus creencias. Es el caso de John Ronald Reuel Tolkien
(1892 – 1973), creador de El Hobbit o
El Señor de los Anillos, y de toda la
mitología de la Tierra Media, quien se negó a caer en el pesimismo y
frustración postbélica. La inocencia de la época eduardiana había acabado, la sombra
de Sauron había acabado con los sueños, y, por lo tanto ¿cómo pudo aquello
influir en esos dos autores, que tantas horas de ilusión han deparado a
millones de lectores, a la hora de escribir sus obras magnas?
Y es que no se
puede entender todo el mundo que envuelve a estos dos escritores y sus libros
sin conocer antes la influencia que tuvo en ellos la Primera Guerra Mundial.
Hace poco una nueva editorial llamada Larrad Ediciones publicó un ensayo
titulado Un Hobbit, un armario y una Gran
Guerra, del autor Joseph Laconte que nos narra cómo esta contienda marcó a sangre y fuego a Lewis y a Tolkien y
como las impresiones y vivencias que sufrieron allí se plasmaron de manera
definitiva en sus obras literarias. Desde luego nos encontramos con un trabajo
afortunado ya que su salida en español coincide justamente con el centenario
que celebra el fin de las hostilidades. Tras leer con detenimiento Un Hobbit, un armario y una Gran Guerra he
llegado a la conclusión de que es un libro que complementa a muchos otros que
hablan sobre este conflicto armado pues se centra sobre todo en la moral y la
religión de la época y en cómo ésta influyó en la guerra y por otro lado en
como estas dimensiones influyeron en nuestros dos escritores. Así pues, quien
vaya buscando el típico libro sobre política, causas, desarrollo en todos los
frentes, y consecuencias tras el 11 de Noviembre de 1918, ya le aseguro que este no es su
libro. Éste en concreto trata sobre un aspecto que muchas veces queda alejado
de los grandes tratados o que queda relegado a un pequeño capítulo. Y, por otro
lado, este ensayo, derivado de lo anterior, se centra por igual en el paso de
Tolkien y Lewis por las trincheras de media Europa (a diferencia del libro de
John Garth, Tolkien and the Great War, que
solo se centra en un autor en concreto).
A principios del
siglo XX Europa vivía inmersa en la fascinación del modernismo y la ciencia. La
Revolución Industrial había traído, sobre todo a Inglaterra, nuevas formas de
modernización en todos los campos y los avances tecnológicos empezaban a
desplazar a la idea de Dios. El ser humano podía revertir la naturaleza,
moldearla a su gusto y sentirse superior. O lo que es lo mismo, jugar a Dios. Esto
era algo que Lewis y Tolkien, a diferencia de la gran mayoría de sus
contemporáneos, aborrecían pues siendo ambos criados en zonas rurales (Tolkien
en las Tierras Medias Occidentales de Birmingham, obsérvese el guiño, y Lewis
en la bella Isla Esmeralda) sentían predilección por su entorno. Ese rechazo se
puede observar, por ejemplo, en el desagradable aspecto que muestran los Uruk
Hai que nacían del destrozo de los bosques cercanos a la Torre de Isengard.
Ambos autores parecían ir contracorriente con respecto a las formas de pensar
que se estaban imponiendo. También estaban en contra de la mecanización
excesiva y en cómo ésta desplazaba de forma masiva a los hombres de los bellos
campos (La Comarca) a las minas y las ciudades. En resumidas cuentas lo moderno
y la idea de la eugenesia selectiva estaba transformando al hombre en maquinas
que de forma precipitada se dirigía al matadero de la Guerra. Los bellos campos
de Narnia, o la majestuosidad de los Ents son y eran el reflejo de lo que
defendían ambos autores.
Este es uno de
los aspectos iniciales que con el que principia esta obra, la cual desemboca a
continuación en como la religión cristiana influyó sobremanera en la Primera
Guerra Mundial. Llama la atención que a pesar del culto que había en torno a la
modernización, se produjera una eclosión potente del cristianismo en cuanto se
pegó el primer disparo en los campos de Europa. Desde la Paz de Westfalia en
1648 se había firmado un acuerdo tácito en el que las guerras posteriores la religión no fuera el desencadenante
principal. Pero en cambio, desde que ésta comenzó, los religiosos de la Triple
Entente o los de las fuerzas de los Imperios Centrales convirtieron el
conflicto es una especie de cruzada medieval. Los soldados, adoctrinados por
sus diferentes iglesias ya fueran anglicanas, protestante o católica, fueron
enviados a las trincheras con la idea de exterminar a aquellos demonios o bestias que querían acabar
con su idea de cristianismo y con el mundo civilizado. Las arengas desde los
pulpitos convirtieron al enemigo en belcebues y monstruos que había que
exterminar por el bien de la humanidad. Desde hacía siglos estas llamadas a la
guerra santa no se habían producido de manera tan alarmante. Y, claro está,
pasado unos meses de muerte y destrucción era normal que la fe de los
combatientes disminuyera y cayera en picado hasta llegar a los niveles del
ateísmo, sobre todo en el campo del anglicanismo. Es, precisamente, a este
mundo de horror al que llegaron Tolkien y Lewis, y no precisamente a lomos de
las Águilas o del león Aslan.
Había una vez un
hobbit llamado J.R.R. Tolkien que llegó a Francia en 1916 como teniente del 11º
Batallón de servicio de los fusileros de Lancashire y que ejerció como oficial
de comunicaciones en la Batalla del Somme. Los horrores vividos allí, la
devastación de los campos y los miles de cadáveres pudriéndose en tierra de
nadie hizo que en su mente y en breves esbozos fuera pergeñando el universo de
la Tierra Media. Aquella tierra agotada, aquellos arboles humeantes y la saña
de los combatientes parecen sacados de más allá de las Puertas Negras en la
región de Mordor, donde Sauron y su ojo inflamable espera encontrar a un hobbit
que se esconde en su pequeño agujero ¿Tal vez al propio Tolkien? Pero no todo
lo que vio le inspiró nazgules u orcos, sino que el compañerismo que apreció en
sus soldados y subalternos se fue transmutando en la fe de los hombres por
salvar su propia humanidad. La abnegación
de un simple furriel o ayudante de oficial es la viva imagen de un Sam Gamyi que
quiere sobre todo ayudar a su señor Frodo a sobrellevar los esfuerzos (el
anillo) con el que conseguir una
victoria que los saque de ese barrizal en el que están metidos y así volver a
la dulzura de la Comarca (o Inglaterra).
Tolkien pasó la reválida
de la guerra, su fe siguió intacta y aferrándose a ella y a su admiración por
la mitología, sobre todo nórdica, consiguió crear El Señor de Los Anillos. Pero este no fue, en un principio el caso
de Lewis, quien tras haber entrado en el armario y haber servido en el tercer
batallón de la infantería de Somerset Light, y
también haber combatido en el Somme, tras la guerra abandonó el cristianismo
para abrazar el cinismo y el ateísmo. Al igual que Tolkien, Lewis había perdido
a muchos amigos y los había visto destrozados por los obuses de los teutones,
por lo que no pudo superar este durísimo trauma que le llevó a la depresión y a
la nostalgia más profunda. Pero su vida cambió cuando volvió a encontrar de
nuevo a su querido amigo Tolkien (antes de la guerra ambos se conocían debido
al amor que profesaban por la literatura y la mitología). Y fueron precisamente
los mitos los que salvaron a Lewis de su depresión. En este caso el mito fue de
nuevo Cristo y una conversación que tuvo con Tolkien en los jardines del Magdalen
College de Oxford. Allí Lewis volvió a abrazar el cristianismo y su nueva
visión se plasmó en muchos de los personajes que aparecen en sus Crónicas de Narnia.
En
Un hobbit, un armario y una Gran Guerra,
encontraremos abundantes referencias que aparecen en las obras principales de
estos dos autores y que son tomadas de las vivencias que sufrieron éstos
durante la Primera Guerra Mundial. Joseph Loconte nos adentra en el meollo del
conflicto y con una escritura apasionada complementa otros trabajos del mismo
tema pero desde un punto de vista distinto, el de la lucha moral y de la
religión en guerra, y en como dos
personas, gracias a sus convicciones, pudieron sobrevivir a ella para legarnos un
mundo lleno de dragones, guerreros, seres mitológicos y de luz, de gran belleza
y profundidad como nunca se han visto. Así pues les animo a leer este ensayo desde
la primera página hasta la última pues
recuerden que…
El camino sigue y sigue
desde la puerta.
El camino ha ido muy lejos,
y que otros lo sigan si pueden.
Que ellos emprendan un nuevo viaje,
pero yo al fin con pies fatigados
me volveré a la taberna iluminada,
al encuentro del sueño y el reposo.