El Papa Clemente
VI, pontífice entre 1342 y 1352, ha pasado a la historia como un personaje al
que era mejor no engañar si uno quería seguir conservando su vida. En el año
1348 un rico comerciante veneciano viendo que una enfermedad estaba a punto de
llevarle a la tumba se acercó a la iglesia más cercana y entre rezo y rezo
prometió que si se curaba donaría una perla de gran tamaño en agradecimiento
por el milagro. Y así fue, pasado el tiempo nuestro comerciante se recuperó y
como era hombre de palabra él mismo fue el encargado de llevar la perla al mismísimo
Vaticano. Pero el problema surgió cuando los doctores de la Iglesia
descubrieron que aquella bella joya había pertenecido a un relicario que hacía
poco tiempo había sido expoliado. Y para más inri, resulta que se trataba del
relicario al que pertenecían los cráneos de San Pedro y San Pablo, santos
principales de la Iglesia cristiana.
El Papa, sintiéndose
engañado, mandó hacer una investigación, y parece ser que durante las pesquisas
se hallaron rápidamente a dos ladrones que también tenían en el momento de la
detención otras doce perlas, tres rubíes y un zafiro del mismo relicario. La
venganza de Clemente VI iba a ser terrible: a los dos ladrones los expuso en unas
pequeñas jaulas en la iglesia de Santa María de Araceli para que la plebe se
ensañara con ellos durante tres días tirándoles piedras y cualquier inmundicia
que hubiera a mano. Después fueron arrastrados por las calles de Roma atados
por los pies y finalmente en el Laterano se les cortó la mano derecha y se les
quemó vivos. Pero el Papa no estaba todavía satisfecho pues también ordenó que
el ingenuo comerciante (no se sabe muy bien hasta que punto estaba conchabado
con los ladrones) fuera atado de pies y
manos sobre un burro, posteriormente torturado y al final ahorcado. Llama la
atención que el pontífice, con mucha sangre fría, oficiara después una santa
misa con la intención de pedir perdón a los muertos esperando que entraran,
tras purgar sus penas en el Infierno, limpios en el Paraíso.