Cuentan las crónicas
antiguas que el verano del año 1654 fue especialmente caluroso. En las calles
de Madrid, desde que el sol iluminaba los tejados hasta que desaparecía más
allá de las montañas de Guadarrama, se respiraba un ambiente pesado y asfixiante,
siendo pocos los que se atrevían a salir en las horas centrales del día. A eso
hay que añadir que debido al calor tan extremo que había en el ambiente el río Manzanares comenzó a secarse provocando que la poca agua que corría quedara estancada y
podrida en sus orillas. Y como consecuencia de ello grandes nubes de mosquitos invadieron
la ciudad ocasionando que muchos madrileños enfermaran al beber agua en tan malas
condiciones.
Ante este hecho
la familia real y los nobles mandaron que les trajeran agua, a lomos de
borriquitos, dese Alcalá de Henares. Pero, claro está, los más pobres no se
podían permitir este lujo por lo que empezaron a beber otra clase de líquido
que no estuviera corrupto por las miasmas que había en el ambiente. Es decir
vino. De la noche a la mañana cientos de litros de esta bebida corrieron por
todos los rincones de Madrid, provocando que aquel verano fuera el más etílico
que se recuerda en la ciudad. Pasados
unos días, esta fiebre por el vino se fue apagando poco a poco, y no porque la
gente se aburriera de tener resaca todas las mañanas, sino porque al igual que
le pasa a otros líquidos, el vino también se pica al estar abierto. Pero los
mesoneros no se amilanaron ante este hecho, y empezaron a aguar el vino con la
misma agua que estaba podrida. O sea que los madrileños se pusieron de nuevo
enfermos. Tantas fueron las denuncias que recibieron las autoridades que muy
pronto salió a la luz una ordenanza municipal amenazando con duras sanciones a aquellos
mesoneros desaprensivos que se atrevieran
a aguar los toneles de vino.