Uno puede
preguntarse cómo fue posible que un grupo de soldados y aventureros españoles
fueran capaces de conquistar imperios y explorar grandes extensiones de terreno
en América, allende los mares. Según el libro o historiador con quien se hable
le puede a uno dar diferentes motivos, como la audacia y valentía frente al
enemigo; la ayuda recibida por parte de los indígenas; o simplemente la expansión
de enfermedades traídas de Europa y que era desconocidas totalmente en aquellos
lugares y para las que, por tanto, no había cura posible. Todas estas
respuestas son validas, complementarias unas a otras, pero yo, desde mi modesta
opinión añadiría otra: el miedo y la superstición.
Desde que los
conquistadores llegaron a las costas americanas, sin quererlo fomentaron en
torno a ellos el halo de ser seres divinos y sobrenaturales que venían desde el
más allá. Los indios de la zona, al principio, los veían como aquellos
viracochas, o divinidades blancas, que regresaban del cielo a recuperar sus
antiguas posesiones. El brillo de las corazas, el uso de las armas que escupían
fuego, y sobre todo el empleo de unos seres que traían bajo sus piernas, es
decir los caballos, los hacía parecer seres invencibles, como centauros de la
antigüedad.
Centrémonos en
estos últimos. Fue el propio Cristóbal Colón en su Segundo Viaje (1493) quien
trajo los primeros caballos a América. Y muy pronto, frente a las acometidas de
los indios, como por ejemplo en la Batalla de la Vega Real, o de Jaquimo
(1495), en donde destacó un joven capitán llamado Alonso de Ojeda, los
españoles se dieron cuenta de la importancia de aquellos animales. Así que se
determinó desde es el principio que en cada viaje se trajeran caballos desde
España pues parecía que los indígenas les tenían miedo al creer que eran caníbales,
y que además con un número reducido de buenos jinetes podían acabar con una
cantidad enorme de enemigos en pocos minutos. Se cuenta que algunos poblados
huían monte arriba en cuanto oían relinchar a un caballo. Tan importante fue su
utilización que cuando se producía una batalla una de las primeras cosas que se
hacía era un inventario de los caballos que habían muerto, estaban heridos o
enfermos. Es por ello, que para mantener la idea de que eran inmortales se los
enterraba en secreto. Aunque muy pronto aquel efecto sorpresa acabó disipándose
al darse cuenta de la docilidad de aquellas bestias y al ver que solamente
comían hierba y forraje que les traían los peones encargados de su cuidado.
De igual manera
el transporte el caballos entre ambos continente disminuyó al comenzar el nuevo
siglo pues pronto, a partir de 1520, comenzaron a criarse en Cuba y Jamaica,
por lo que no fue tan necesario y perentorio traerlos desde España. Aunque
llama la atención que uno de los problemas que encontraron los españoles desde
que llegaron a América fue encontrar hierro para hacer o bien los arreos de los
caballos o bien calzarlos con unas herraduras de buena calidad. Así que los
conquistadores tuvieron que utilizar el mineral que más a mano tenían, es decir
oro, cobre y plata. Ahora nos costaría trabajo encontrar un caballo que llevara
herraduras de brillante oro, pero en aquellos años fue de lo más normal ver a
los equinos portándolas. Y lo que es más importante, el herrarlas con
materiales preciosos no era ninguna frivolidad, sino toda una necesidad y un
negocio pues en cuando un caballo se moría su dueño solamente tenía que coger
los herrajes, guardárselos y con ellos ir al mercado más próximo a comprar otro
caballo.