Durante el siglo
XVII, junto con el teatro, uno de los mayores entretenimientos que tenía el
pueblo llano era acudir a una corrida de toros. Durante todo del año había un
buen número de ellas por toda la Península, y se las conocía como de “bajo
vuelo” frente a las que se celebraban en las grandes capitales como las que se
convocaban en la Villa de Madrid donde residía la Corte. Era normal que las
corridas que allí se festejaban se realizaran en la Plaza Mayor como por
ejemplo la que se hizo en 1623 en honor a la visita que realizó a Madrid el Príncipe
de Gales con la intención de concertar su boda con la hermana de Felipe IV, y
aunque el negocio salió bastante mal esta corrida fue una de las más
espectaculares de las que se tiene noticia. El pueblo solía colocarse en los
portales, siendo el de Pañeros el más concurrido ya que allí era donde había
mayor sombra. Y no solo se arrebujaban tras los palos sino que también podían
ver la corrida desde las ventanas y balcones de las casas que había en la
plaza. Obviamente, y con días de antelación, a los habitantes de dichas casas se
les solía recordar que debían desalojarlas durante el espectáculo pues éstas
estaban sujetas a “servidumbre de espectáculo”. Aunque a cambio de ello podían fijar un alquiler
temporal a los que quisieran ver la corrida desde su casa y así sacarse un
dinero por las molestias. Así que normalmente el precio se establecía en
función de la altura: 12 ducados si querías ver la corrida en primera planta; 8
en la segunda; y 6 en la tercera. Y para las personas que tenían pocos recursos
solían acudir al terrado. Ya lo decían los anunciantes: “Suban al terrado / que
está fresco y regado”.
Las corridas
eran un tanto distinta a como son hoy en día. Lo normal es que primero
interviniera el pueblo y se dedicara un rato a hacer recortes al astado, saltarlo
por encima, o bien impulsados por sus piernas o gracias a una garrocha, o
poniendo banderillas. Después salían unos jóvenes montados a caballo que
realizaban una especie de rejoneo a base de bonitos quiebros con el caballo. Y
al final, cuando el animal estaba todo machacado, la gente volvía a saltar a la
plaza y lo remataba a base de cuchilladas. Triste final para un toro que tanto
juego había dado. Un viajero francés lo describía de la siguiente manera: “Allí
es donde el pueblo llano hace ver su inclinación sanguinaria, pues no se
creerán dignos si no mojan sus dagas en la sangre de aquel animal… A veces se
suela contra el toro a los perros, y el mayor placer entonces consiste en
pincharle y golpearle por delante y por detrás, a la vez que los perros le
sujetan”.