miércoles, 8 de febrero de 2017

LAS CORRIDAS DEL SIGLO DE ORO



Durante el siglo XVII, junto con el teatro, uno de los mayores entretenimientos que tenía el pueblo llano era acudir a una corrida de toros. Durante todo del año había un buen número de ellas por toda la Península, y se las conocía como de “bajo vuelo” frente a las que se celebraban en las grandes capitales como las que se convocaban en la Villa de Madrid donde residía la Corte. Era normal que las corridas que allí se festejaban se realizaran en la Plaza Mayor como por ejemplo la que se hizo en 1623 en honor a la visita que realizó a Madrid el Príncipe de Gales con la intención de concertar su boda con la hermana de Felipe IV, y aunque el negocio salió bastante mal esta corrida fue una de las más espectaculares de las que se tiene noticia. El pueblo solía colocarse en los portales, siendo el de Pañeros el más concurrido ya que allí era donde había mayor sombra. Y no solo se arrebujaban tras los palos sino que también podían ver la corrida desde las ventanas y balcones de las casas que había en la plaza. Obviamente, y con días de antelación, a los habitantes de dichas casas se les solía recordar que debían desalojarlas durante el espectáculo pues éstas estaban sujetas a “servidumbre de espectáculo”. Aunque a  cambio de ello podían fijar un alquiler temporal a los que quisieran ver la corrida desde su casa y así sacarse un dinero por las molestias. Así que normalmente el precio se establecía en función de la altura: 12 ducados si querías ver la corrida en primera planta; 8 en la segunda; y 6 en la tercera. Y para las personas que tenían pocos recursos solían acudir al terrado. Ya lo decían los anunciantes: “Suban al terrado / que está fresco y regado”.

Las corridas eran un tanto distinta a como son hoy en día. Lo normal es que primero interviniera el pueblo y se dedicara un rato a hacer recortes al astado, saltarlo por encima, o bien impulsados por sus piernas o gracias a una garrocha, o poniendo banderillas. Después salían unos jóvenes montados a caballo que realizaban una especie de rejoneo a base de bonitos quiebros con el caballo. Y al final, cuando el animal estaba todo machacado, la gente volvía a saltar a la plaza y lo remataba a base de cuchilladas. Triste final para un toro que tanto juego había dado. Un viajero francés lo describía de la siguiente manera: “Allí es donde el pueblo llano hace ver su inclinación sanguinaria, pues no se creerán dignos si no mojan sus dagas en la sangre de aquel animal… A veces se suela contra el toro a los perros, y el mayor placer entonces consiste en pincharle y golpearle por delante y por detrás, a la vez que los perros le sujetan”.