Lo que no pudieron hacer las tropas napoleónicas durante la Guerra de la Independencia estuvo a punto de cumplirlo un simple pintor aragonés nacido en el pueblo de Fuendetodos, llamado Francisco de Goya y Lucientes. Arthur Wellesley, Duque de Wellington, vencedor de las tropas francesas y héroe de la guerra, acababa de entrar en Madrid en loor de multitudes. Una de las primeras cosas que hizo en la capital del reino fue solicitar un retrato al mejor pintor de España para quedar de este modo inmortalizado por los pinceles de aquel artista que había asombrado a toda Europa con su nueva concepción del arte. Es por ello que estuvo posando ante el lienzo de Goya, pero pasado un tiempo, y algo impaciente por ver el retrato pidió verlo en compañía de amigos.
Cuando Goya, creyó oportuno que el duque lo viera procedió a descorrer la sabana y ansioso esperó a ver la expresión del rostro de aquel general victorioso. Pero Wellington en cuanto vio el retrato, y debido seguramente en parte al desprecio que sentía por los españoles, comenzó a proferir insultos al pintor, tildando el cuadro de mamarrachada y diciendo que no iba a aceptar aquella broma de mal gusto. Al lado de Wellington estaba el general Álava que traducía del ingles, e igualmente al lado del general español estaba el hijo de Goya, Javier, que con el lenguaje de los signos intentaba suavizar a su padre los fuertes insultos que le estaban diciendo. Como Javier conocía el ímpetu de su padre unas veces miraba a los visitantes y otras al par de pistolas que el pintor siempre tenía cargadas encima de la mesa temiendo que si Wellington seguía insultando a su padre, éste que era sordo, pero no tonto, podría montar en cólera y hacer alguna locura.
Y en verdad que la hizo. Pues aunque Goya no oía, tenía dos ojos muy sagaces y sabía interpretar las emociones como nadie. Es por ello que raudo cogió las dos pistolas y encañonó al general ingles en toda la cara. Éste en un ataque de ira y rabia también cogió el sable que le tendía su ayudante, improvisándose en ese momento un peculiar y peligroso duelo en medio del estudio del pintor. Goya le gritaba que le tenía que pagar por el trabajo y Wellington le tachaba de chapucero y pintor de brocha gorda. La intervención del general Álava y de Javier impidió que aquella muestra pictórica acabara en tragedia.
Momento chusco donde los haya que estuvo a punto de terminar con la vida del futuro vencedor de Waterloo por un quítame allá esas pajas en cuestión de arte.