Si uno abre el
Diccionario de la Real Academia y busca la palabra “Mesalina” se encontrará con
la siguiente definición: Mujer poderosa o
aristócrata y de costumbres disolutas. La frase, claramente, ya nos habla
del carácter que tenía esta mujer. Mesalina era la tercera esposa del emperador
Claudio, y madre de Octavia que sería con el tiempo la esposa de Nerón. Se sabe
que era una mujer ambiciosa e intrigante pero por lo que ha pasado a la
historia ha sido por su vena de ninfómana. Le encantaba practicar sexo con todo
el que se cruzara por delante ya fueran siervos del emperador, secretarios,
soldados de la guardia pretoriana, y senadores. En cambio si alguien se negaba
a hacerlo con ella era condenado a muerte con cualquier excusa, como por
ejemplo le pasó al senador Apio Silano. Por eso, viendo las barbas del vecino
remojar, los libertos de la corte la denunciaron a su ignorante esposo el cual
no dudó en ejecutarla.
Pero antes de
que llegara ese momento a Mesalina le encantaba poner en práctica uno de sus
pasatiempos preferidos: acudir disfrazada a los prostíbulos de peor categoría y
hacerse pasar por prostituta haciendo gozar al mayor numero de hombres y
mujeres hasta que amaneciera. Esto lo corrobora el propio poeta Juvenal en su
sátira Sobre las Mujeres. Les dejo con
él que lo explica mejor que nadie:
¿Por qué te preocupas de lo que hizo la casa
de un
particular, de lo que hizo una Épia?
Vuelve tu vista a los émulos de los dioses,
escucha
cuánto
soporto Claudio. Cuando su mujer se
percataba de que
su marido dormía,
la augusta meretriz osaba tomar su capucha
de noche
y, prefiriendo la estera a la alcoba del
Palatino,
lo abandonaba, acompañado por no más de una
esclava.
Y ocultando su pelo moreno con una peluca
rubia
entraba en un caliente lupanar de gastadas
tapicerías,
en un cuartito vacío que era suyo; entonces
se prostituía
con sus áureas tetas al desnudo, usurpando
el nombre
de Licisca,
y exhibía el vientre de donde naciste, noble
Británico.
Recibía cariñosamente a los que entraban y
les exigía
dinero.
Luego, cuando el dueño del burdel despedía a
sus chicas,
se marchaba triste, y hacia lo que podía:
cerrar la última
el cuarto, todavía ardiendo con la erección
de su tieso
clítoris,
y se retiraba, cansada de tíos pero aún no
saciada,
y afeada por el humo del candil y las
mejillas
oscuras llevaba el olor del lupanar a su
almohada.