Uno de los
rasgos más característicos de Santa Teresa de Jesús era, sin lugar a dudas, su fuerza
de voluntad, a lo que se le añadía la valentía para enfrentarse a cualquier
persona o hecho que hiciera peligrar su obra. Un ejemplo de ello ocurrió en
1571 cuando la santa abulense, tras haber realizado con éxito una serie de
fundaciones por media España, decidió volver al Monasterio de la Encarnación
(Ávila) dónde ingresó como en 1535 como novicia y finalmente terminó como
priora. Llama la atención que cuando Santa Teresa llegó a las puertas de su alma mater, en vez de ser recibida por
sus hermanas y familiares con los brazos abiertos, se produjera, al contrario,
abucheos e insultos airados pues muchas crearían que la santa había vuelto al
monasterio para imponer unas reglas estrictas y privarlas de las pocas
diversiones que tenían.
Pero éstas
desconocían con quien se jugaban los cuartos, pues Teresa de Ávila en cuanto
comprobó cómo estaban los ánimos, en vez de enfadarse, optó por la diplomacia y
mientras por un lado les tranquilizó diciendo que respetaría sus hábitos
diarios, por otro, en cambio, quiso erradicar una mala práctica que se producía
en el monasterio desde hacía tiempo. Esta consistía en que a pesar de las
prohibiciones conventuales que existían era normal que los parientes y algunos
caballeros o galanes entraran dentro de sus paredes a conversar con las monjas.
Claro está, Santa Teresa lo prohibió desde el primer minuto que puso los pies
en el sagrado recinto. A consecuencia de ello la nueva norma provocó la ira de
muchos hombres acostumbrados al trato anterior, y hubo incluso algunos que se
atrevieron a levantar el puño a la antigua priora. Ésta, en vez de amilanarse,
se acercó a ellos y les dijo que si alguno volvía a entrar al monasterio
escribiría al rey Felipe II solicitando le cortaran la cabeza al osado caballero
que incumpliera sus normas. La noticia corrió como la pólvora por Ávila, y
desde aquel día, como por arte de magia, no hubo hombre alguno que volviera a
colarse en el monasterio.