jueves, 17 de agosto de 2017

EL CÁDIZ DE LAS CORTES - Ramón Solís



Con las bombas que tiran los fanfarrones se hacen las gaditanas tirabuzones. Que las hembras cabales en esta tierra cuando nacen ya vienen pidiendo guerra. ¡Guerra! ¡Guerra! (Copla popular)

Con la venia de Goscinny y Uderzo… Estamos en el año 1812 en el cenit de la Guerra de Independencia. Toda España está ocupada por los franceses… ¿Toda? ¡No! Una ciudad llamada Cádiz poblada por irreductibles españoles resiste todavía y siempre al invasor. Y la vida no es fácil para las guarniciones de soldados galos en los reducidos campamentos de Rota, Puerto de Santamaría, Puerto Real y Chiclana… Este sería, en efecto, el resumen más sucinto y preciso del famoso asedio de Cádiz en el que los franceses imperiales chocaron contra una ciudad convertida durante dos años en verdadero buque acorazado, símbolo de libertad en la Península Ibérica. Vale la pena recordar la historia de aquellos años, pero no solamente desde el punto de vista militar, harto conocido por los historiadores avezados en temas bélicos, sino también desde la óptica más cotidiana, en la que la realidad diaria de los gaditanos se entronca con las noticias guerreras venidas desde las marismas. Ni una ni otra se puede desligar de la otra. Una anécdota lo ejemplifica de manera magistral: Mientras se desarrollaba la guerra en Cádiz se estaba forjando una de las constituciones más adelantadas de su tiempo. A aquella reunión habían acudido grandes prohombres de todos los rincones del país e incluso de América haciendo de la ciudad gaditana uno de los focos de libertad más grande de Europa. Pues bien, en aquel ambiente continuo de efervescencia política era común que los ciegos, que generalmente entonaban romances por la vía pública, ahora utilizaran su verborrea para anunciar a todo el mundo las victorias españolas, pero sin hacer mención a las derrotas sufridas. De esta situación se dio cuenta  uno de los diputados que iban continuamente a las sesiones de las cortes, Nicasio Gallego, que un día acercándose a uno de aquellos ciegos  le preguntó por qué siempre anunciaba victorias y si alguna vez los franceses habían ganado alguna batalla. Acto seguido, y sin titubear, le respondió el aludido:”Sí, señor, pero esas noticias les corresponde darlas a los ciegos de Francia”.

Y es que Cádiz acogió durante aquellos dos años, desde 1811 en el que la Junta fija definitivamente las sesiones de las cortes en la Iglesia de San Felipe Neri, a más de cuarenta mil refugiados por lo que era común asomarse a un balcón y ver desde allí a soldados con flamantes uniformes, diputados, mercaderes, aguadores, petimetres, hasta guerrilleros y alegres piconeras, entre otros estamentos de la sociedad. Este mundo efervescente, rodeado cual isla por el mar de la guerra, es el que nos describe el insigne historiador Ramón Solís Llorente en su libro El Cádiz de las Cortes, editado actualmente por Silex. He querido recalcar lo de “actualmente” porque este libro que tengo entre las manos es un clásico dentro de la historiografía española, publicado allá por finales de los años cincuenta. Pero a pesar del tiempo pasado éste, en verdad, sufre uno de los pocos casos de Peter Pan que se encuentra dentro de la literatura histórica pues aunque por él han pasado muchos años y reediciones, sigue siendo un libro por el que no pasa el tiempo siendo  básico para comprender el periodo doceañista de aquella ciudad y por ende aquel tramo de la Guerra de Independencia. Este ameno a la par que erudito ensayo nos ofrece la crónica de una época  en la que aquella ciudad se convirtió en un cruce de destinos histórico y en el sueño de una España que quiso dar un salto adelante y no pudo.
Ramón Solís muestra a sus lectores un retrato de aquella Cádiz liberal en la que importaba más la, llamémosla así, nobleza comercial que aquella otra de manos caídas que se regocijaba en sus palacios de espaldas a la realidad europea. Y es que uno de los rasgos que más enriquecía a Cádiz era su comercio, pues este la convertía en una ciudad parecida a otras del continente. Su condición casi insular y su actividad marítima, más enfocada hacia la modernidad foránea que al estancamiento interior de aquellos tiempos, la convertían en una urbe cosmopolita y dinámica en donde cabían todas las ideas, e industrias del mundo. Allí recalaban barcos de Europa y de más allá del Océano y esto se hacía sentir en la sociedad de a pie. Cómo decía Arturo Pérez-Reverte: “es una pena que esta España no contaminara a la otra”. Un ejemplo de ello es que si antes hablábamos de los miles de refugiados que se agolparon tras sus murallas, muchos de ellos dejaron constancia tiempo después de la limpieza de sus calles y del talante abierto y renovado que había a diferencia de lo que conocían en otros lugares. Nuestro autor refleja este hecho en el libro y desciende al nivel de la calle para mostrarnos la igualdad que existía entre sus ciudadanos pudiendo ver que no solo los hombres ganaban su jornal sino que también las mujeres eran fuertes e independientes regentando no solo negocios sino también salones artísticos en donde cualquier escritor tenía cabida. Y también tenemos que pensar que esta libertad se podía producir en aquel micro mundo debido a que allí la Inquisición era de un talante más liberal que el meseteño. Cádiz, por tanto, se convertía en aquellos años en todo un ejemplo de libertad mundial. Como decía Lord Byron: “No me habléis del frío del Norte/no me habléis de inglesas damas/no habéis visto, no habéis visto/a la gentil gaditana”.
Además de hablarnos de sus gentes, Ramón Solís, también despliega una auténtica batería documental para describirnos cómo estaba configurada entonces la ciudad, sus calles y plazas, barrios populares, iglesias, y entidades administrativas… cómo era la vida política y religiosa, sus diversiones, e incluso las rifas y loterías. Y todo ello trufado de anécdotas y curiosidades que hacen que de este libro una delicia. Aunque también hemos de tener en cuenta que no todo en Cádiz era precioso y tranquilo, pues no solo en la urbe sino también en el alma de cada gaditano se asomaba la sombra continua de la guerra que se libraba allá en la bahía y en las marismas. Recordemos que los franceses, al mando del general Victor, bombardeaban repetidamente la ciudad desde diferentes puntos, como por ejemplo el Trocadero. Aún así Cádiz seguía siendo aquel barco fortificado y se defendía cual gato panza arriba, además de que los disparos no llegaban más allá del centro de la ciudad. Esto hacía que la mayoría de los gaditanos prefirieran dormir en barrios más alejados como Santa Catalina, o el Mentidero, entre ellos. Ramón Solís, de todas las maneras incide que aunque la guerra siempre era molesta, en aquel Sitio no fue trágica. La lucha más encarnizaba se realizaba extra muros, sobre todo en la zona de Caños, en el actual San Fernando, la defensa natural de las salinas y las marinas, o en la renombrada Batalla de Chiclana. Curiosamente fueron los franceses, los sitiadores, quienes pasaron más hambre que los sitiados, que hasta hicieron grandes negocios y ganaron bastante dinero esos años debido al aumento desmesurado de comercio ejercido por los gaditanos o los refugiados. E incluso hubo tiempo después algunos de ellos que hasta añoraban aquellos buenos años que lucharon contra aquellos “fanfarrones”. Como curiosidad indicarles que estos “fanfarrones” eran, evidentemente, los franceses. Como la ciudad, es esencialmente una pequeña península, las tropas de Napoleón solo podían reducirla a base de un cañoneo continuado. Pero las distancias de disparo jugaban a favor de los gaditanos ya que aunque los franceses arrojaban fuego día y noche solo podían hacer llegar sus obuses hasta la mitad de la ciudad. Éste era un problema que quitaba el sueño a los artilleros enemigos los cuales ideaban inventos para que sus proyectiles fueran un poco más lejos. Uno de estas “ideas” era la de introducir dentro de la bala de cañón unas láminas de plomo para que cuando fueran por el aire se enfriaran e hiciera a la bala más pesada. Cuando tocaba tierra ésta se partía en varios trozos arrojando un buen número de letal metralla. Cuando pasaba el peligro los gaditanos se acercaban al lugar del impacto y descubrían que aquellas láminas de plomo se habían rizado, por lo que las muchachas, después de recogerlas con cuidado, las utilizaban como bigudíes para rizarse el cabello en bellos tirabuzones.
El Cádiz de las Cortes ofrece a los lectores un apasionante retrato de una ciudad que debido a su carácter abierto y emprendedor se convirtió en una de los artífices de la España Moderna. Entre sus páginas veremos el día a día de sus ciudadanos, algunos de renombre internacional como Alcalá Galiano, Argüelles, o Francisco Martínez de la Rosa; la apasionante vida de sus calles y comercios, y todo un mundo, hoy desaparecido, que alumbró un 19 de Marzo de 1812 una de las constituciones más avanzadas de su tiempo. La conjunción, por tanto, de guerra externa, y libertad interna fue la que concibió ese proyecto de España que aún hoy es posible.