sábado, 24 de octubre de 2015

AFORTUNADO EN EL TRABAJO DESDICHADO EN AMORES



Una de las verdades más grandes relacionadas con la vida sentimental de Felipe II es que nunca tuvo suerte con las mujeres. En total tuvo cuatro esposas: María Manuela de Portugal, María de Tudor, Isabel de Valois y finalmente Ana de Austria. Parecía que la Muerte le perseguía pues sobrevivió a las cuatro. Y casi lo mismo pasó con su progenie oficial. Por ejemplo con su última esposa tuvo cinco hijos. El primogénito Fernando falleció a los siete años. Después le seguirían el infante Carlos Lorenzo, Diego Félix y la pequeña Infanta María. En este último caso hubo un hecho muy llamativo pues aquí podemos ver como en aquel mundo palaciego todavía iban de la mano la ciencia y la superstición. Parece ser que cuando la reina, Ana de Austria, alumbró a su hija quedó tan exhausta que se negaba a comer. Pasaban los días y su majestad estaba consumiéndose poco a poco ante los ojos de los médicos que se veían impotentes ante la situación. Así pues Felipe II creyendo que eran unos incompetentes mandó llamar de inmediato al fraile agustino Alonso de Orozco para que intercediera por el alma de su esposa y rogara a Dios para que se salvara. Se le preparó una sala especial toda rodeada de altares y crucifijos pero cuando llegó ante el rey lo primero que pidió  fue asar una perdiz entera y una loncha de tocino. Después de que se los prepararan se encerró con la moribunda y, como si fuera un milagro, a los pocos días la reina comenzó a recuperar sus fuerzas.
Pero la alegría no duró tanto pues a los ocho meses Ana de Austria volvió a enfermar y murió en la localidad de Talavera la Real debido a una fuerte gripe. Felipe II quedó desolado, pero se tuvo que consolar pensando que por lo menos la Muerte había respetado a su único heredero, el futuro Felipe III.

jueves, 15 de octubre de 2015

DESEANDO PARIR ESPAÑA



En 1679, el enfermizo rey español Carlos II, se casó con la sobrina del rey Luis XIV de Francia, María Luisa de Orleans, pero debido al gran número de achaques que sufría el monarca no lograba engendrar un varón con el que asegurarse su descendencia. No solo los nobles esperaban que se consumara el matrimonio sino que también el pueblo estaba ansioso por ello ya que aunque no eran expertos en política, sabían muy bien que si el rey no lograba tener varón posiblemente en un futuro habría guerras por alzarse con el trono hispano. Es por ello que entre el pueblo madrileño fue corriendo de boca en boca la siguiente coplilla:

Parid, bella flor de lis,
Que en aflicción tan extraña,
Si parís, parís España,
Si no parís, a París.

Y como estaba cantado, la reina murió diez años después sin engendrar varón.

lunes, 12 de octubre de 2015

EL REGALO DEL MEJOR ALCALDE DE MADRID



Algunos historiadores otorgan esta anécdota a Federico el Grande, pero por la forma en que se desarrolla propiamente se ajusta más a la bonhomía del rey español Carlos III que a la figura del otro personaje citado. Ya verán. Ocurrió una tarde de invierno en que el monarca estaba escribiendo unas cartas en su despacho cuando se dio cuenta de que se estaba quedando sin tinta para continuar su labor. Para solventar este despiste llamó con una campanilla al ayuda de cámara que ese día estaba de guardia pero tras esperar un buen rato nadie acudió. Volvió a repetir la operación, e igualmente con el mismo resultado. Extrañado, Carlos III salió al pasillo y se encontró en una silla cercana al ayuda de cámara, medio tirado, roncando como un lirón. Pero cuando el rey lo iba a despertar malhumorado se dio cuenta de que de uno de los bolsillos le asomaba un billete. Con cuidado lo cogió y leyó lo siguiente: “Querido hijo mío: desde que por la recomendación de ese gran señor estás en palacio y me vienes socorriendo con la parte de las propinas que te corresponden, tus dos pobres hermanas y yo hemos salido de la espantosa miseria en que nos dejaste, y tenemos pan y comer y ropas con que abrigarnos. Hijo mío, te doy las gracias por la bondad de tu corazón, y te bendigo como al mejor y más amante de los hijos…”.

Emocionado, el rey volvió a introducir el papel en el bolsillo junto con un cartucho de monedas, y acto seguido, tras volver a entrar en el despacho, llamó de nuevo con más fuerza al durmiente. Ahora sí éste hizo acto de presencia y tras dejar que se disculpara por la tardanza, Carlos III le preguntó por el bulto que se adivinaba en su bolsillo. Cuando el lacayo metió la mano y sacó el cartucho se puso blanco, y rápidamente aseguró que alguien le había introducido esas monedas en el traje para incriminarle por robo. El rey se levantó y poniéndole una manos en el hombro, le recriminó que pensase que fuera un malvado el que le había dado esa pequeña fortuna y no otra persona que, a lo mejor, quería simplemente su bien y el de su familia. Entonces comprendió que había sido su majestad el que le había dado el cartucho y de rodillas, llorando a sus pies,  agradeció de todo corazón que hubiera sido la mano del rey el que le había hecho aquel regalo. Entonces Carlos III le respondió lo siguiente: “La mano de Dios, para hacer bien, lo mismo obedece a la intención de un rey que a la de un labriego: cualquiera que sea la persona, el impulso, la acción, es de Dios. Envía ese dinero a tu madre, y dile que yo cuido de ella y de ti”.

sábado, 10 de octubre de 2015

BATIENDO RECORDS EN LA CONQUISTA DE AMÉRICA



¿Sabías que cuando los españoles llegaron al Nuevo Mundo, es decir a América, no solo conquistaron grandes territorios, sino que también consiguieron proezas deportivas que perduraron a través de los siglos? Ocurrió en 1519 cuando uno de los lugartenientes de Hernán Cortes, Diego de Ordaz (1480- 1532), propuso que un grupo de soldados subiera con él al volcán Popocatepetl (también llamado Nahuatl o Montaña Humeante por los aztecas) para demostrar a los indígenas que no había reto imposible que los españoles no pudieran hacer. En total ascendieron alrededor de 5452 metros de altitud, y al llegar a la cima del quinto pico más alto de América aquellos aguerridos guerreros no se dieron cuenta de que habían conseguido una proeza escaladora que no sería superada por el hombre hasta trescientos años después cuando los alpinistas y aventureros empezaran a interesarse por otra montaña aún más alta: el Himalaya. Cuando llegaron al campamento base fueron recibidos por sus compañeros como héroes pero en cambio los indígenas se lo tomaron bastante mal ya que consideraban  a aquel volcán durmiente como sagrado y que por tanto la hazaña de los españoles había sido sacrílega.

martes, 6 de octubre de 2015

EL ÚLTIMO DUELO



El escritor Vicente Blasco Ibáñez (1867 – 1928), autor de obras inmortales como Los Cuatros Jinetes del Apocalipsis o Cañas y Barro, entre otras, era una persona muy apasionada, amante de vivir la vida hasta sus últimas consecuencias. Un ejemplo de ello lo podemos ver en un curioso incidente que protagonizó el 21 de Febrero de 1904. Unos días antes Blasco Ibáñez, como de costumbre, acudió al Congreso de los Diputados, pero en vez de disertar sobre la República sorprendió a todo el mundo al decir en la tribuna de oradores que un policía le había zarandeado en las mismas puertas del Congreso. Y para redondear su intervención indicó a los diputados que tal persona que era un “tenientillo desvergonzado” que no merecía vestir el uniforme del que representaba.

Estas palabras, que podían haber acabado en mera anécdota, ofendieron a dos coroneles que, precisamente, habían acudido ese día al hemiciclo. Así que, para limpiar el honor del cuerpo policial, retaron a duelo al escritor en un descampado cerca de Atocha. El elegido para representarles fue el teniente Alesteuey. Se eligieron pistolas para el acto, y los contendientes disponían de dos balas para acabar con el contrario. Siguiendo su costumbre Blasco Ibáñez disparó primero al aire. El teniente, acto seguido, hizo lo mismo pero al suelo, cerca de los pies de su oponente. El escritor, nuevamente, disparó al aire. Pero el teniente en vez de errar de nuevo, apuntó directamente al cuerpo de Blasco Ibáñez. Y de forma increíble la fortuna se puso de parte del escritor pues la bala impactó en la hebilla del cinturón tirándole de manera brusca hacia atrás. Así pues el duelo acabó en final feliz ya que ninguno de los duelistas sufrió daño alguno, además de haberse restituido el honor que los coroneles creían haber perdido.

Pero Blasco Ibáñez, en vez de alegrarse por ello, regresó enfadado a casa ya que cuando estaba abandonando el descampado de Atocha, oyó que unos obreros que trabajaban cerca, y que habían sido espectadores de excepción del duelo, se quejaban de que no hubiera corrido sangre en el intercambio de disparos. El escritor, al oírlo, se había encarado con ellos y les había gritado casi a la cara: “¿y por esos que me silban me juego el pellejo me juego la vida?... A la porra…”. Nunca más volvió a participar en un duelo.