jueves, 31 de enero de 2019

BREVE HISTORIA DEL JAPÓN FEUDAL - Rubén Almarza



“Dicen que Japón fue creada por una espada. Dicen que los antiguos dioses hundieron una hoja de coral en el océano y cuando la sacaron cuatro gotas perfectas volvieron a caer al mar, y esas gotas se convirtieron en las islas de Japón. Yo digo, que Japón lo hicieron un puñado de guerreros valientes dispuestos a dar la vida por una palabra, al parecer olvidada... honor.”
(El último samurái, 2003)

Desde el punto de vista occidental, Japón es un gran desconocido en muchos aspectos. Solamente, a ojos profanos, el país de donde surge el sol es muchas veces objeto de clichés. Como si los samuráis de enhiestas espadas, ocultos ninjas, o geishas de quedos pasos se pasearan  de continuo por Kioto o Edo. Pero Japón es más. Una tierra con cientos de años de historia que vale la pena descubrir. A lo anterior mencionado hay que añadir que también, desde la óptica eurocéntrica, la medición del tiempo que podemos hacer de la historia nipona es algo distinta a la que se dio en el Viejo Continente desde la caída de Roma. Aquí la Edad Media comienza desde la caída del Imperio Romano hasta, según distintos tipos de concepción, el descubrimiento de América (1492) o la caída de Constantinopla (1453). Pero el caso japonés es algo distinto pues podríamos decir que su época feudal se remonta desde el llamado periodo Heian (794 – 1192) hasta la apertura de sus fronteras al mundo con la Revolución Meiji (1868). Por tanto más de mil años de fascinante historia se abre ante nuestros ojos y que gracias al libro Breve Historia del Japón Feudal, de Rubén Almarza, podemos disfrutar.

Si nos alejamos de los clichés antes mencionados, de falsas ideas preconcebidas en mangas o animes, literatura y cine, lo primero que hemos de hacer es dejar la mente en blanco, esponjosa, con la intención de absorber desde cero el origen de la historia de Japón. El autor, antes de entrar en el llamado periodo Heian nos asienta en varios estadios anteriores que nos permiten adentrarnos posteriormente, con mayor fiabilidad, en la época feudal. Antes de éste tiempo nos habla de las eras Jomón (10000 a. C – 300 a. C) en la que destaca sobre todo su cerámica confeccionada con cuerdas. Tras ella nos adentramos en el Yayoi (300 – 250 d. C) periodo en el que todavía es importante su cerámica y se empieza a producir una importante migración desde el continente, como es Corea o China, introduciendo nuevos productos agrícolas como es el arroz. A continuación observamos como el emperador se inviste de poder en Yamato, antiguo Kioto. Es por eso que a la siguiente etapa se la llama Yamato ( Kofún (250) – Asuka – Nara(794)) Ya podemos ver como poco a poco se van asentando el denominado sistema de clases o castas impermeables. Las tierras pasan a manos del estado quien las distribuye entre los más allegados al emperador creando por tanto un buen número de clanes.

Y tras este paso por la prehistoria de la historia japonesa, nos adentraríamos en la Edad Media nipona. Nuestra primera parada es por tanto en el periodo Heian (794 – 1192) En este tiempo mientras que los funcionarios de la corte actúan como regentes, más allá de palacio, y de la viciada corte los clanes forman sus propias milicias con las que defender sus tierras. Uno de estos clanes, los Minamoto, liderados Yoritomo, agobiado por la presión se subleva y ataca el corazón del imperio. Cuando Yoritomo es proclamado shogun se inicia el periodo Kamakura (1192 – 1333), donde precisamente las hordas mongolas ponen sus ojos en el país donde nace el sol. En el siglo XIII intentan conquistar Japón por dos veces pero en ambas ocasiones son derrotados. Este periodo culmina con el descontento popular que lleva consigo el levantamiento liderado por Ashikaga Takauji quien dará nombre al siguiente periodo, el Ashikaga o Muromachi (1336 – 1573). Parece que el shogunato controla con mano férrea el país pero la tensión que se produce entre los daimios conduce a Japón a la era Sengoku Kidai o la de los Estados Guerreros. (1477 – 1573) Japón se divide en un gran número de pequeños estados independiente que guerrean sin parar. Es justamente el momento en que los portugueses hacen acto de presencia en el archipiélago y traen consigo, en una mano la fe en Dios y en la otra mosquetes con los que aniquilar al enemigo.

A partir de ahora, tras la gran guerra entre daimios, se abren otros periodos muy emocionantes y que a lo mejor son más conocidos en Occidente. Son los siguientes: el Azuchi-Momoyama (1573 – 1600); el Tokugawa o Edo (1603 – 1868); y el Meiji (1868 – 1912). En el primero aparece de manera fulgurante la figura de Nobunaga Oda, también llamado primera gran reunificador de Japón. Viendo el estado en el que estaba su nación decidió someter a todas las facciones desde el Este. Su misión principal es restablecer el orden político. Pero en 1582 es traicionado por uno de sus generales y su labor es continuada por Hideyoshi Toyotomi (segundo reunificador) Éste era un samurái de bajo rango que gracias a su astucia ganada al lado de Nobunaga consiguió ir subiendo por la cucaña del poder. Consigue unificar el país, elevar a los samuráis a rango de protectores y quitar las armas a los campesinos. Aun así, y debido a su baja extracción no consigue el título de Shogun, por lo que ha de conformarse con el de taiko o kanpaku (o regente imperial). Pero al morir Toyotomi vuelven a producirse levantamientos y guerras civiles entre los daimios. Es aquí cuando surgen dos grandes líderes. Por un lado Mitsunari Ishida, valido de Hideyori Toyotomi, hijo de Hideyoshi, e Ieyasu Tokugawa, quien será conocido también por ser el tercer reunificador de Japón. En la Batalla de Sekigahara (21 de Octubre de 1600) este último obtiene la victoria y tres años después se proclama shogun (1603)

Con el periodo Tokugawa (1603 -1898) se abre una era de paz nunca vista en Japón. Más de dos siglos de relativa calma que encierran más el país. Se le llama también periodo Edo porque el shogun traslada la capitalidad a esa localidad. Se refuerzan los sistemas de elección en los clanes, que pasan a ser hereditarios aunque a partir del siglo XVIII vuelven a producirse algunas tensiones que hacen que el shogun devuelva todo el poder al Emperador. Y finalmente llegamos a la época Meiji (1868 – 1912) en donde se restaura totalmente el poder imperial. Las clases impermeables se remodelan, comienza a modernizarse el país abriéndose al exterior y se hace desaparece a la casta de los samuráis.

Breve Historia del Japón feudal nos habla de todos estos periodos de los que he procedido a informarles y lo hace de manera rigurosa a la par que entretenida. Nos pasearemos entre samuráis, ronins olvidados, aventuras, curiosidades de la historia nipona, y observaremos como vivían desde los gobernantes más poderosos y épicos hasta los más humildes. Esta Breve Historia es un manual excelente con el que descorrer el velo de misterio que parece envolver la belleza de aquellas islas orientales. ¡Sayonara!

miércoles, 30 de enero de 2019

¿QUIÉNES ERAN LOS RESUCITADORES?


Los resucitadores eran, esencialmente,  ladrones sin ningún tipo de escrúpulos que se dedicaban a robar cadáveres para llevarlos a las facultades de medicina y anatomía. Durante el siglo XVIII y parte del XIX hubo un gran aumento de estas escuelas que, claro está, dispararon el consumo de muertos con los que poder estudiar el interior del cuerpo humano. En el caso de Inglaterra, por ejemplo, era normal que dichas facultades pudieran tomar legalmente el cuerpo de aquellas personas que habían sido ejecutadas por crímenes mayores, pero como no había suficiente material para todos los alumnos (debían diseccionar dos cuerpos por año) muy pronto los directores de las facultades comenzaron a contratar a personas o bandas para que resucitaran a cualquier persona que hubiera muerto recientemente. Éstos no desenterraban a los fallecidos por amor a la ciencia sino que cobraban por la calidad del cuerpo que entregaban al anfiteatro médico. Cuanto más perfecto era y menos putrefacto se encontraba más monedas recibían los resucitadores. Un buen cuerpo, con músculos bien tensos y órganos de buena calidad, podía alcanzar una fortuna con lo que pronto fueron muchos los que se sumaron al negocio de desenterrar cadáveres. Negocio en el que estaban metidas muchas personas a parte de los ladrones, pues en él había desde personajes célebres, enterradores, cuidadores de cementerios, gentes de la iglesia e importantes anatomistas. Eso sí los resucitadores, normalmente, solo cogían el cuerpo y dejaban a parte las joyas y enseres valiosos del difunto ya que si los atrapaban se consideraba un delito mayor (aunque hubo algunos que se  pasaron de la raya y pensaron que era más rápido conseguir cadáveres si mataban a la gente, como fue el caso de William Burke y William Hare)

La fiebre de los resucitadores llegó a tal punto que la población comenzó a tener pánico y a tomar medidas para preservar el descanso eterno de sus familiares. Los ricos, por ejemplo, construían grandes panteones y los dotaban de medidas de seguridad al estilo de impenetrables fortalezas. Las clases acomodadas enterraban bien profundo el cuerpo e incluso, a veces, ponían pequeñas trampas para que los resucitadores tuvieran problemas para sacarlo. En cambio los pobres lo único que podían hacer era turnarse durante días y días al lado de la tumba para que el cuerpo del familiar fuera pudriéndose poco a poco y de esta manera quedara inservible para la ciencia.

martes, 29 de enero de 2019

LA DIFERENCIA ENTRE MAESTROS Y MINISTROS


A cualquiera que se le pregunte hoy en día qué es un maestro y un ministro, y qué diferencias hay entre ellos,  sabrá contestarnos sin ningún problema. Y, obviamente, si a esa pregunta le añadimos quién gana más dinero rápido nos contestarán que un ministro. Por desgracia es así, pero ¿saben que hubo un tiempo que un maestro era una persona más importante que un ministro? En la antigua Roma, al igual que ahora, un maestro es el que enseña a sus alumnos y que además está por encima de ellos. La palabra maestro proviene del latín magister, que a su vez es hija de magis que significa más o más que. Por ejemplo un magister equitum era el jefe o el general de la caballería mientras que un magister morun  era el vigilante supremo de las costumbres.
En cambio, ahora, fijémonos en la palabra ministro. Ésta proviene igualmente de la palabra minister, haciendo referencia a lo más bajo de la escala social ya que dicha palabra proviene de minus que significa menor o menor que. Es decir que un ministro era la persona que estaba sometida a alguien. Por ejemplo un minister cubiculi era un camarero que servía a su señor o a distintos señores. Por tanto ¿cómo fue posible que un minister llegara a convertirse en una persona más importante que un magister? Pues porque con el paso del tiempo los ministros se fueron arrimando a las personas que tenía poder, y así poco a poco se convirtieron en personas que tenían la potestad de dirigir un país.

lunes, 28 de enero de 2019

UN HOBBIT, UN ARMARIO Y UNA GRAN GUERRA - Joseph Loconte



¡Mi querido Frodo! –exclamó Gándalf -, los hobbits son criaturas realmente sorprendentes, como ya he dicho. Puedes aprender todo lo que se refiere a sus costumbres y modos en un mes y después de cien años aún te sorprenderán.  
(El Señor de los Anillos, J.R.R.Tolkien)

Dice John Keegan en su obra La Primera Guerra Mundial, que “… los hombres a los que las trincheras confinaron a la intimidad forjaron vínculos de dependencia mutua y autosacrificio más fuertes que cualquier amistad entablada en tiempos de paz y prosperidad. Este es el mayor misterio de la Primera Guerra Mundial”. Y es cierto pues los soldados de todos los bandos que lucharon entonces, que soportaron el fuego y el acero acurrucados en el cieno de una cicatriz en la tierra, llegaron a conocer perfectamente no solo a sus correligionarios más cercanos sino también a comprender sus ideas más internas y a percibir cuáles eran los sueños rotos que tenían por delante si conseguían sobrevivir a aquella carnicería humana. Muchas fueron las horas de bombardeo y metralla que tuvieron que soportar sobre sus cabezas y por tanto muchos los ratos que tuvieron para pensar en sus vidas y destinos. De esa guerra que supuestamente iba a terminar con todas ellas, nació una moral más ácida y cínica, descontenta y contestataria con respecto a la que les fue enseñada por sus ancestros. La mayoría de los supervivientes abandonaron sus ideas épicas y religiosas con las que entraron en la guerra y tras la depresión posterior muchos se convirtieron a acérrimos ateos que renegaban de sus creencias ancestrales. Un ejemplo de ello fue C.S. Lewis (1898 – 1963), autor de las increíbles Crónicas de Narnia (aunque luego volvió a recuperar su fe cristiana). Pero, también hubo otros que salieron reforzados en sus creencias. Es el caso de John Ronald Reuel Tolkien (1892 – 1973), creador de El Hobbit o El Señor de los Anillos, y de toda la mitología de la Tierra Media, quien se negó a caer en el pesimismo y frustración postbélica. La inocencia de la época eduardiana había acabado, la sombra de Sauron había acabado con los sueños, y, por lo tanto ¿cómo pudo aquello influir en esos dos autores, que tantas horas de ilusión han deparado a millones de lectores, a la hora de escribir sus obras magnas?

Y es que no se puede entender todo el mundo que envuelve a estos dos escritores y sus libros sin conocer antes la influencia que tuvo en ellos la Primera Guerra Mundial. Hace poco una nueva editorial llamada Larrad Ediciones publicó un ensayo titulado Un Hobbit, un armario y una Gran Guerra, del autor Joseph Laconte que nos narra cómo esta contienda  marcó a sangre y fuego a Lewis y a Tolkien y como las impresiones y vivencias que sufrieron allí se plasmaron de manera definitiva en sus obras literarias. Desde luego nos encontramos con un trabajo afortunado ya que su salida en español coincide justamente con el centenario que celebra el fin de las hostilidades. Tras leer con detenimiento Un Hobbit, un armario y una Gran Guerra he llegado a la conclusión de que es un libro que complementa a muchos otros que hablan sobre este conflicto armado pues se centra sobre todo en la moral y la religión de la época y en cómo ésta influyó en la guerra y por otro lado en como estas dimensiones influyeron en nuestros dos escritores. Así pues, quien vaya buscando el típico libro sobre política, causas, desarrollo en todos los frentes, y consecuencias tras el 11 de Noviembre  de 1918, ya le aseguro que este no es su libro. Éste en concreto trata sobre un aspecto que muchas veces queda alejado de los grandes tratados o que queda relegado a un pequeño capítulo. Y, por otro lado, este ensayo, derivado de lo anterior, se centra por igual en el paso de Tolkien y Lewis por las trincheras de media Europa (a diferencia del libro de John Garth, Tolkien and the Great War, que solo se centra en un autor en concreto).

A principios del siglo XX Europa vivía inmersa en la fascinación del modernismo y la ciencia. La Revolución Industrial había traído, sobre todo a Inglaterra, nuevas formas de modernización en todos los campos y los avances tecnológicos empezaban a desplazar a la idea de Dios. El ser humano podía revertir la naturaleza, moldearla a su gusto y sentirse superior. O lo que es lo mismo, jugar a Dios. Esto era algo que Lewis y Tolkien, a diferencia de la gran mayoría de sus contemporáneos, aborrecían pues siendo ambos criados en zonas rurales (Tolkien en las Tierras Medias Occidentales de Birmingham, obsérvese el guiño, y Lewis en la bella Isla Esmeralda) sentían predilección por su entorno. Ese rechazo se puede observar, por ejemplo, en el desagradable aspecto que muestran los Uruk Hai que nacían del destrozo de los bosques cercanos a la Torre de Isengard. Ambos autores parecían ir contracorriente con respecto a las formas de pensar que se estaban imponiendo. También estaban en contra de la mecanización excesiva y en cómo ésta desplazaba de forma masiva a los hombres de los bellos campos (La Comarca) a las minas y las ciudades. En resumidas cuentas lo moderno y la idea de la eugenesia selectiva estaba transformando al hombre en maquinas que de forma precipitada se dirigía al matadero de la Guerra. Los bellos campos de Narnia, o la majestuosidad de los Ents son y eran el reflejo de lo que defendían ambos autores.

Este es uno de los aspectos iniciales que con el que principia esta obra, la cual desemboca a continuación en como la religión cristiana influyó sobremanera en la Primera Guerra Mundial. Llama la atención que a pesar del culto que había en torno a la modernización, se produjera una eclosión potente del cristianismo en cuanto se pegó el primer disparo en los campos de Europa. Desde la Paz de Westfalia en 1648 se había firmado un acuerdo tácito en el que las guerras posteriores  la religión no fuera el desencadenante principal. Pero en cambio, desde que ésta comenzó, los religiosos de la Triple Entente o los de las fuerzas de los Imperios Centrales convirtieron el conflicto es una especie de cruzada medieval. Los soldados, adoctrinados por sus diferentes iglesias ya fueran anglicanas, protestante o católica, fueron enviados a las trincheras con la idea de exterminar a  aquellos demonios o bestias que querían acabar con su idea de cristianismo y con el mundo civilizado. Las arengas desde los pulpitos convirtieron al enemigo en belcebues y monstruos que había que exterminar por el bien de la humanidad. Desde hacía siglos estas llamadas a la guerra santa no se habían producido de manera tan alarmante. Y, claro está, pasado unos meses de muerte y destrucción era normal que la fe de los combatientes disminuyera y cayera en picado hasta llegar a los niveles del ateísmo, sobre todo en el campo del anglicanismo. Es, precisamente, a este mundo de horror al que llegaron Tolkien y Lewis, y no precisamente a lomos de las Águilas o del león Aslan.

Había una vez un hobbit llamado J.R.R. Tolkien que llegó a Francia en 1916 como teniente del 11º Batallón de servicio de los fusileros de Lancashire y que ejerció como oficial de comunicaciones en la Batalla del Somme. Los horrores vividos allí, la devastación de los campos y los miles de cadáveres pudriéndose en tierra de nadie hizo que en su mente y en breves esbozos fuera pergeñando el universo de la Tierra Media. Aquella tierra agotada, aquellos arboles humeantes y la saña de los combatientes parecen sacados de más allá de las Puertas Negras en la región de Mordor, donde Sauron y su ojo inflamable espera encontrar a un hobbit que se esconde en su pequeño agujero ¿Tal vez al propio Tolkien? Pero no todo lo que vio le inspiró nazgules u orcos, sino que el compañerismo que apreció en sus soldados y subalternos se fue transmutando en la fe de los hombres por salvar su propia humanidad.  La abnegación de un simple furriel o ayudante de oficial es la viva imagen de un Sam Gamyi que quiere sobre todo ayudar a su señor Frodo a sobrellevar los esfuerzos (el anillo) con el que  conseguir una victoria que los saque de ese barrizal en el que están metidos y así volver a la dulzura de la Comarca (o Inglaterra).

Tolkien pasó la reválida de la guerra, su fe siguió intacta y aferrándose a ella y a su admiración por la mitología, sobre todo nórdica, consiguió crear El Señor de Los Anillos. Pero este no fue, en un principio el caso de Lewis, quien tras haber entrado en el armario y haber servido en el tercer batallón de la infantería de Somerset Light, y también haber combatido en el Somme, tras la guerra abandonó el cristianismo para abrazar el cinismo y el ateísmo. Al igual que Tolkien, Lewis había perdido a muchos amigos y los había visto destrozados por los obuses de los teutones, por lo que no pudo superar este durísimo trauma que le llevó a la depresión y a la nostalgia más profunda. Pero su vida cambió cuando volvió a encontrar de nuevo a su querido amigo Tolkien (antes de la guerra ambos se conocían debido al amor que profesaban por la literatura y la mitología). Y fueron precisamente los mitos los que salvaron a Lewis de su depresión. En este caso el mito fue de nuevo Cristo y una conversación que tuvo con Tolkien en los jardines del Magdalen College de Oxford. Allí Lewis volvió a abrazar el cristianismo y su nueva visión se plasmó en muchos de los personajes que aparecen en sus Crónicas de Narnia.

En Un hobbit, un armario y una Gran Guerra, encontraremos abundantes referencias que aparecen en las obras principales de estos dos autores y que son tomadas de las vivencias que sufrieron éstos durante la Primera Guerra Mundial. Joseph Loconte nos adentra en el meollo del conflicto y con una escritura apasionada complementa otros trabajos del mismo tema pero desde un punto de vista distinto, el de la lucha moral y de la religión en guerra,  y en como dos personas, gracias a sus convicciones, pudieron sobrevivir a ella para legarnos un mundo lleno de dragones, guerreros, seres mitológicos y de luz, de gran belleza y profundidad como nunca se han visto. Así pues les animo a leer este ensayo desde la primera página hasta la última pues  recuerden que…
El camino sigue y sigue
desde la puerta.
El camino ha ido muy lejos,
y que otros lo sigan si pueden.
Que ellos emprendan un nuevo viaje,
pero yo al fin con pies fatigados
me volveré a la taberna iluminada,
al encuentro del sueño y el reposo.