El nombre de gárgolas proviene del francés gargouiller que significa el ruido que produce un líquido mientras corre por un tubo, que su vez viene del latín gargula que es lo mismo que “hacer gargaras”. Comienzan aparecer en el siglo XII primeramente con el nombre de grifos (animal mitológico mitad águila y león) convirtiéndose posteriormente en objetos cotidianos de las catedrales góticas entre los siglos XIII y XIV. A partir de esta última fecha se van haciendo más complicadas, apareciendo incluso figuras humanas de gran tamaño y carácter satírico. En el siglo XV las gárgolas empiezan a abandonar el misticismo que tenían a favor de la comicidad.
Sea como fuere las gárgolas tenían una función principal, elemental, verter al agua de la lluvia al exterior de los tejados para que ésta no resbalara por la fachada y, con el paso del tiempo, erosionara la piedra. Pero no solo servían como desagüe sino que también tenían una función artística a la vez que mágica, es decir, como protectoras de la catedral o iglesia y para ahuyentar a las brujas, demonios, y espíritus malignos que hubiera en los alrededores de la Casa de Dios. Esta última función las iguala con sus parientes orientales, los Perros fu o Perros de Buda, e incluso los famosos Leones Coreanos, que se instalaban en los tejados de los templos o tumbas.
Estas representaciones artísticas de la Edad Media solían ser bastante feas y horrorosas y se suelen dividir en tres grandes grupos: las gárgolas antropomorfas, mitad humano mitad monstruo; las que tienen formas de animales pero cargadas del simbolismo que se les atribuye en los Bestiarios medievales; y finalmente las gárgolas fantásticas y monstruosas inspiradas en seres irreales, pero que existían en la memoria colectiva de la época. Aun así, aunque todas tienen la misma función, sean de la forma que sean, no todas echan agua, como por ejemplo los grutescos o acroteras que son meramente elementos decorativos, con forma de estatuas, estatuillas de piedra, o por ejemplo vasos de terracota.