Roma es como un libro de fábulas, en cada
página te encuentras con un prodigio.
(Hans Christian
Andersen)
Hubo un tiempo,
allá por principios del siglo XIX, que la Península Ibérica, España en
concreto, fue campo de aventuras de románticos y aventureros venidos de todas
las partes del mundo. Nombres como Washington Irving, Merimee, Andersen, o Ford
entre otros, dejaron su impronta y su bella literatura para describir cómo
éramos y de que manera buscaron las fastuosidad medieval en las ruinas de la
Alhambra o el misterio en los ojos de una Carmen gaditana. Pero es justo
señalar que también hubo otro tiempo en que los españoles hicimos el viaje
contrario, hacia Europa y sobre todo en dirección a ese Gran Teatro del Mundo
llamado Roma. Eran otras épocas en que la carta de presentación española tenía
un peso y en el que la cultura hispana era bien recibida en cualquier salón
noble.
Jorge García
Sánchez nos describe en su libro La
Italia de la Ilustración, como fue aquella presencia artística española en
el siglo de las luces italiano, y cuales fueron las huellas y vivencias que
nuestros intelectuales vivieron en aquellas tierras de cesares y tizianos. El
autor comienza a explicarnos que era el
Grand Tour del siglo XVIII y en que consistía. Sencillamente era una especie
de turismo cultural que las altas esferas hacían una vez en su vida para que
ellos o sus hijos se formaran en las distintas capitales de Europa. Una especie
de erasmus, que en algunos casos era
subvencionado por los reyes Borbones, como por ejemplo las excavaciones con
acento español realizadas en Pompeya y Herculano por el arqueólogo aragonés
Roque Joaquín de Alcubierre. Estos viajeros, mitad cultos mitad aventureros,
acudían no solo a las ruinas antiguas para evocar el mítico pasado sino que
también frecuentaban los salones nobiliarios en donde se mezclaban con las
grandes élites y participar en intercambios de ideas, lecturas y juegos de
mesa.
Este libro se
centra sobre todo en los viajes ilustrados que hicieron grandes personalidades
españolas del momento en Italia. Allí fueron intelectuales como Goya (al igual
que hizo Velázquez tiempo atrás) buscando el perfeccionamiento en su pintura,
Moratín, el Duque de Alba o Godoy. Junto a ellos el lector descubrirá que
también fueron un buen número de aristócratas calaveras catadores de fortuna,
aventureros y arqueólogos como el mencionado aragonés que medró a la sombra del
Vesubio, clérigos, anticuarios o filólogos. Todos estos dejaron su huella
española en la bota italiana, tanto que incluso algunos osaron introducir
costumbres españolas como por ejemplo el toreo al realizarse una corrida en el
antiguo Mausoleo de Augusto en 1780.
Una de las cosas
que el lector descubrirá a través de la bella prosa de Jorge García Sánchez es
que el viajar en aquella época no es como ahora que nos plantamos en cualquier
aeropuerto en breves instantes. Estos viajes que nos describe el autor eran una
mezcla de cultura y aventura en el que muchas veces los viajeros tenían visos
de dejarse el pellejo en el camino debido a inclemencias temporales o al
trabuco de un forajido. Además, siguiendo a uña de caballo la estela de
personajes como Goya, Moratín, Godoy o el Duque de Alba observará como estaba
en aquellos momentos la Ciudad Eterna, el Vaticano, los peligros de los barrios
bajos de Roma y Nápoles, la emoción eterna que se vive en las excavaciones
arqueológicas o la fastuosidad de los canales de Venecia.