miércoles, 8 de octubre de 2025

EL VIAJE A NINGUNA PARTE - Fernando Fernán-Gómez

 

“—Pero ¿dónde está nuestro maná? ¿Dónde está el maná de los cómicos? ¿En qué tierra caerá que sea nuestra tierra? Nosotros no somos de ninguna parte. Somos del camino… Cuando el pueblo del Señor iba hacia la tierra prometida, ni siquiera iba por un camino. Iba por un desierto. Por eso no salió nadie a decirles: Ese maná es mío, ese dinero de los cineastas es mío. Nosotros hemos venido a trabajar a Navahonda, que es vuestro pueblo, pero ahora sois vosotros los que queréis dejarnos sin nuestro pan; y digo nuestro porque el trabajo de las películas es cosa nuestra, de los cómicos. Y queréis dejarnos sin él porque no somos de ningún pueblo. Pero ¿por qué somos del camino? Porque, como muy bien ha dicho vuestro alcalde, y con mejores palabras que las mías, por cierto, la gente necesita reír. Y nosotros les llevamos la risa. Y también tenemos hambre. Y también nos falta trabajo.”

Fue un noble oficio que desapareció hace ya mucho tiempo, pero que como dice el personaje principal de la novela que les reseño: “Hay que recordar… hay que recordar”. Se trataba de los llamados cómicos a la legua, herederos del antiguo oficio de hacer reír a la gente, ya desde los tiempos  de la Comedia del Arte, que no solo caminaban kilómetros y kilómetros con sus tristes bártulos sino que incluso tenían prohibido pernoctar en los pueblos donde actuaban,  como mínimo a una legua (de ahí su nombre). Duro trabajo el de aquellos que nos hacían reír y que no hace mucho tiempo incluso se les negaba tierra sagrada allá donde fenecieran. En España, antes de la irrupción de los mass media a mediados del siglo XX, era común ver a grupos de pequeñas compañías rurales andando por los caminos polvorientos que previamente, tras pactarlo con el ayuntamiento de turno o cacique del momento, representaban sus sencillas obras de teatro en cafés, bares, pequeñas salas de baile u oscuros casinos llenos de humo de cigarros puros a precios irrisorios y que después les dejaban (ya en nuestro siglo) dormir en las posadas, y tras varias representaciones (si había suerte) volvían a los caminos, a dejarse las suelas de los zapatos y la salud en el frio de las sendas, hasta la siguiente parada. En nuestra literatura patria ya hemos visto referencias a este tipo de oficio en obras como Ñaque o ¡Ay, Carmela! de José Sanchís Sinisterra, pero en donde podemos apreciarlo en toda su dimensión es en la novela de Fernando Fernán Gómez: El viaje a ninguna parte (1985).

Antes de pasar a comentar los hechos e historias acerca de esta novela, les señalo la siguiente curiosidad: El viaje a ninguna parte comenzó como un serial en Radio Nacional de España, como aquellas radionovelas que escuchaban nuestros padres y abuelos, en 1983, que luego fue continuada como novela por el mismo Fernando Fernán Gómez, teniendo tanto éxito que en 1986 fue adaptada al cine ganando un  total de tres premios Goya de la Academia de Cine español. Como se puede ver nos encontramos con un hecho literario sin precedente que ha tenido varias hitos la mar de interesantes al igual que la odisea de la compañía teatral Iniesta-Galván sufre en la ficción que ahora les presento. Como les he indicado anteriormente esta pequeña compañía es un claro ejemplo de lo que eran los cómicos a la legua pues el autor los sitúa en los caminos polvorientos de Castilla La Mancha, alrededor de los años 40 y 50 (la precisión temporal no se ajusta mucho en la novela pero los datos que van apareciendo en sus páginas hace que ajustemos su cronología a los momentos más duros de la postguerra española). El protagonista, Carlos Galván, a través de sus entrevistas con un psicólogo del asilo donde mora muestra cómo era la vida de la compañía teatral Iniesta-Galvan, compuesta por él mismo, su padre don Arturo que es el primer actor de la familia, su tía y su prima Rosita, su hijo Carlitos que es fruto de un amor de juventud (un zangolotino de mucho cuidado), el verborreico Sergio Maldonado que hace de gerente del grupo y es antiguo soldado de la División Azul, y Juanita, el amor desdichado de Carlos Galván, que curiosamente también proviene de familia de actores. Este elenco de cómicos ambulantes, por tanto, recorren sin descanso y con muchas penurias distintos pueblos de tercera división de la zona manchega, actuando en los pocos sitios que les dejan y ganando las pocas pesetas que en muchos casos casi ni les da para encontrar un lugar donde descansar sus baqueteados huesos.

La novela de Fernán Gómez nos lleva a lo más duro y cruento de los primeros años de la postguerra franquista. En concreto a los años del plomo, donde todavía a primera vista se podían apreciar las cicatrices de la reciente contienda fratricida y donde un manto de silencio, oscuro como la noche parecía cernirse sobre los pueblos de España. El hambre y el frio eran sus enemigos, a la vez que compañeros, de nuestra compañía, del mismo modo que lo eran los caciques y la incomprensión de esas gentes embrutecidas que miraban con cara bovina las obras adaptadas y los decorados de cartón piedra cosidos y recosidos que los actores presentaban de continuo a dos o cuatro pesetas. El pregonero, con su triste letanía de voz y corneta, días antes anunciaba la llegada de la troupe, la obra que iban a presentar y dónde la realizarían, y cuando éstos hacían acto de presencia la monotonía era la acostumbrada: limpiar y acondicionar el lugar, encolar los decorados que previamente habían portado por los caminos, y tras la representación, después de pasar la gorra, buscar un lugar donde pasar la noche. Y así todo el rato. Nuestros cómicos a la legua van de lugar en lugar ofreciendo al lector la imagen de una España pobre, gris, sin vida, sin esperanza ni ilusión, con la cerviz todo el rato agachada bajo el peso de la humillación y el saber que están viviendo un mundo a punto de desaparecer, que su trabajo es algo del pasado, y que no encaja en los tiempos que vendrán donde el cine (los peliculeros como dicen los personajes de la novela) y la televisión han dado la estocada final a un mundo y a un oficio que no es otro que el de hacer reír.

Y es que una de las tristezas más grandes de este libro es ver que los propios protagonistas, no solo quieren sobrevivir sino que ellos mismos se dan cuentan que son los últimos de una saga y que más allá no hay nadie que los quiera sustituir. Se están ahogando en esa existencia sin sentido. Fernando Fernán Gómez  nos ofrece una historia en la que la dureza del momento se entremezcla con la ternura y la ironía de los propios actores y de los momentos que viven en cada parada que hacen. Mucha gente ha querido ver en El viaje a ninguna parte retazos autobiográficos de la vida del autor pero este mismo lo desmintió en su tiempo alegando que el serial-novela-película está confeccionado a base de anécdotas que presenció en su vida al igual que curiosidades que otras personas le habían dicho acerca de estos cómicos ambulantes. Como decía anteriormente, y no quiero finalizar esta reseña sin recordarle a quien la lea, en 1986 se realizó la adaptación al cine y ésta estuvo adobada con actores de primera calidad como son el propio Fernando Fernán Gómez, José Sacristán, Juan Diego, María Luisa Ponte, Gabino Diego, Agustín González, Queta Claver, un jovencísimo Carmelo Gómez… como se puede ver estrellas de primera fila de nuestra historia cinematográfica, y es que no puede ser menos debido a la calidad literaria de esta novela, ejemplo no solo de cómo escribir una gran obra sino también un documento real de un oficio y de un tiempo gris que ya no volverá.

Fernando Fernán-Gómez. El viaje a ninguna parte. Madrid, Cátedra, 2002, 318 páginas.

También podéis leer mi reseña en la página de Hislibris: https://www.hislibris.com/el-viaje-a-ninguna-parte-fernando-fernan-gomez/