Los gigantes no han sido solamente seres mitológicos y de fantasía. A pesar de pervivir en nuestros recuerdos más infantiles a través de cuentos y leyendas, hay que constatar que no hace tanto tiempo existieron en nuestra Península dos personas a las que vecinos, amigos y conocidos conocieron como gigantes llenándolos de asombro por su increíble estatura.
El primero de ellos nos lleva a las ricas tierras de Extremadura, a la bonita localidad de Puebla de Alcocer. En una familia de extracción humilde venía al mundo en 1826 Agustín Luengo Capilla. Pronto empezó a deslumbrar a sus padres pues veían que su hijo, a lo largo de los años, no paraba de crecer y crecer, llegándose incluso a abrir agujeros dentro de la casa para que este titán pudiera andar libremente por el hogar y permitir que su cama albergara el gran tamaño de su cuerpo. Pero aunque sus padres fueran permisivos con Agustín, y supieran convivir con él con toda tranquilidad, aquello no fue del agrado de los vecinos que veían en aquella persona una amenaza, siendo continuamente objeto de escarnio, insulto y vergüenza pública. Por ello, cuando cumplió los doce años decidió dejar a sus padres e ingresó en un circo en donde conocería a más personas como él.
Allí pasó muchos años entreteniendo a la gente que se quedaba extasiado viendo el tamaño de sus manos (unos 40 cm) y como éstas cubrían de una sola vez una barra de pan de 1 kilo. Ya no era un extraño entre sus congéneres pues los había de distinto tipo y condición. Su fama era tal que incluso el mismísimo Alfonso XII decidió acudir al espectáculo, siendo tan de su agrado que decidió regalarle un par de botas de buen cuero (calzaba un 52 de pie). Pero su estrellato no solo alcanzó los oídos reales sino también los del eminente doctor D. Pedro González que enseguida se puso en contacto con el gigante de Alcocer. Por aquella época se estaba construyendo en Madrid el Museo Antropológico y el doctor no dudó en hacerle esta curiosa oferta: le compraba el esqueleto entero, pero no cuando muriera sino durante todo el tiempo que estuviera vivo, es decir 2,50 pesetas diarias. Agustín como no tenía nada que perder aceptó y esto le permitió vivir holgadamente todo el tiempo que se mantuviera con vida. Pero aquella alegría le duro poco pues poquitos años después, a los 28, murió de tuberculosis ósea. Actualmente su esqueleto puede ser observado en el Museo Nacional de Antropología en Madrid.
Pero esta persona no ha sido la más alta de España (medía unos 2,35 m) sino que por aquella época también vivió otro gigante que ostenta el record de altura en nuestro país. Se llamaba Miguel Joaquín Eleicegui Ateaga, más conocido como el Gigante de Alzo (1818-1861). Este hombre que llegó a medir 2,42 m estaba aquejado de gigantismo y siempre estuvo sometido a continuo crecimiento.
Al igual que Agustín Luengo Capilla, también fue muy popular y fue exhibido por media Europa llegando a conocer a figuras reales como Isabel II de España, Luis Felipe de Francia, o a la mismísima Reina Victoria de Inglaterra. Curiosamente, su gran estatura, era un problema para agachar su cuerpo ante los reyes y por ello les daba un dedo con el fin de entrechocar la mano en señal de respeto. Este gigantismo desmesurado le produjo la muerte siendo enterrado en una gran fosa de la localidad de Alzo. Lo que le dio fama también le consiguió la muerte e inexplicablemente su esqueleto, con el paso del tiempo desapareció del pueblo. Algunos testigos de la época dicen que vieron a unas personas sacar el cadáver entre las brumas de la noche y llevarlo a una carreta con destino desconocido. Pero otros en cambio opinan que su destino fue un museo de Inglaterra donde ahora mora el Gigante de Alzo.