Miré los muros de la patria mía, /si un
tiempo fuertes ya desmoronados/ de la carrera/ de la edad cansados/ por quien
caduca ya su valentía.
(Francisco de
Quevedo)
Finales del
siglo XVII. El gigante está a punto de caer. Sus pies de barro no pueden soportar
el peso de la decadencia. España, otrora inmenso titán, ahora se parece a una
casa abandonada. Por fuera señorial, pero por dentro, al igual que la morada de
la señorita Havisham de Grandes
Esperanzas de Dickens, vacía y triste, con sus muebles antaño luminosos
ahora viejos y llenos de polvo, y los cimientos, antes fuertes y admirados,
anuncian en este momento su terrible erosión. He aquí el estado de aquel
imperio en el que se creía que nunca se pondría el sol ya que ahora todos los
indicadores indican su pronto ocaso y todo español con dos dedos de frente
presiente que la noche es oscura y
alberga horrores.
Estamos
acostumbrados a que la literatura española, sobre todo en el campo de la
novelística, al narrarnos una apasionante historia del siglo XVII la gran
mayoría de las veces se centre sobre todo en los momentos más esplendorosos de
aquel Siglo de Oro en que los artistas y literatos deslumbraron al mundo con su
genio, o en que las armas de los Tercios Viejos y Nuevos eran el terror de
protestantes e ismaelitas. Pocas son las que van más allá de oscuros lances en
callejones madrileños o que nos muestren con orgullo la inmensa puerta al Nuevo
Mundo que era Sevilla. Así pues hemos de congratularnos al tener en el mercado
literario una novela que centra su punto de mira al final de aquel siglo áureo
y que mediante una prosa clara nos lleve a la España de la decadencia y de la
muerte con honor. Se trata de la última obra de Jesús Sánchez Adalid Treinta doblones de oro, publicada
recientemente por Ediciones B.
El argumento de
la esta novela es el siguiente: Un joven llamado Cayetano, alias Tano, cuando
está malviviendo de oficio en oficio por las calles de Sevilla es llamado a
servir como administrativo en el palacio don Manuel de Paredes, anteriormente
gran señor, y aunque al principio cree que va encontrar una vida regalada entre
aquellas paredes pronto se da cuenta de que, al igual que el Buscón al entrar al servicio del hidalgo, allí solo va a
encontrar miserias, hambre y deudas. En un primer momento viendo que se le
adeudan varios sueldos decide abandonar la casa pero las buenas artes de la
esposa de don Manuel y el amor de una muchacha de la casa, Fernanda, le
convencen de que siga trabajando allí hasta que lleguen mejores días. Pero como
las desgracias nunca vienen solas un mal día reciben la noticia de que el navío
Jesús Nazareno se ha hundido a causa
de un temporal, arrastrando consigo no solamente la preciada carga del
comerciante don Manuel sino también la única esperanza de sobrevivir de aquella
familia. Destrozados ya se ven en la indigencia cuando de pronto reciben unas
propiedades en las Islas Canarias. Es por eso que Cayetano, nuestro
protagonista, se embarcará en aquella dirección, comenzando así una apasionante
aventura por el Norte de África en donde conocerá el asedio de La Mamora,
también llamado San Antonio de Ultramar.
Despojado de sus armas pasa a ser cautivo en tierras de Barbería,
justamente en Mequinez, en donde, a través de sus penas como esclavo,
conoceremos como malvivían los cristianos bajo el peso del alfanje de Alá.
Pero excúsenme
que no siga con el relato, pues no quiero fastidiarles el final. Si desean
saber como acaba, existe un remedio fácil: abrir las páginas de este libro y
seguir las huellas del joven Cayetano. En cambio lo que si puedo indicarles es
que Treinta doblones de oro no es una
novelita más de aventuras pues a través de ella podemos ver un claro reflejo de
en qué estado se encontraba España sobre todo a partir de 1680. Hallamos un
país en decadencia, tanto política como socialmente. Las riquezas americanas,
en vez de enriquecer al país, a ser utilizado casi en su totalidad por las
empresas guerreras de los Hasburbgo, lo han llevado en varios ocasiones a la
bancarrota, aumentando sobre todo a partir de finales de siglo la corrupción,
el caos administrativo y la devolución de la moneda, produciendo a muchos a la
ruina. Y si a eso se le añade que los comerciantes italianos, franceses y
holandeses han puesto sus empresas en España y desvían los beneficios a sus países,
sin redundar ninguno en el mercado español, es de imaginar el estado de
hundimiento político en la patria de Carlos II, el último Austria. Como
consecuencia de esta mala praxis política y económica, la decadencia social es
palpable ya que se produce el hundimiento de las clases sociales, produciendo
la ruina de muchos comerciantes y hacendados, cayendo muchos desde lo alto
hasta la indigencia, al igual que le pasa en la novela al señor de Cayetano.
Podemos
considerar a 1680 como el annus horribilis
del siglo XVII pues además de la ruina generalizada y la devaluación del vellón
se le añadió varios hechos importantes como sequías, sobre todo en Andalucía, e
incluso terremotos que destruyen los pocos alimentos disponibles. Ya lo dice
Francisco Godoy: No cogiéndose ningunos
frutos, estrechándose la necesidad común hasta llegar a la extrema miseria, a
buscar los hombres yerbas silvestres con que sustentar los cuerpos… La tierra
de casi toda Andalucía se secó; los frutos se quemaron; los árboles se ardían;
los granos se perdieron; los campesinos se fueron a mendigar a otras
provincias; los ganados perecieron. Se encareció el pan, y por su carestía
murieron muchos. Toda España estaba destrozada tanto física como moralmente.
Y quien mejor lo ejemplifica es la antaño esplendorosa Sevilla, Babilonia de
Occidente. Esta ciudad, que igualaba en maravillas y población a París o
Londres se enriqueció gracias al mercado del Nuevo Mundo ya que las naves
estaban obligadas a atracar en ese puerto y a ser confirmadas por la Casa de Contratación.
Muchos sevillanos se hicieron ricos, pero no se daban cuenta que sus días de
bonanza podían llegar a su fin. El primer anuncio del declive de Sevilla lo
encontramos en 1558 cuando se permitió que los grandes buques procedentes de las
Antillas y que no pudieran traspasar la barra de arena de Bajo Guía (Sanlúcar
de Barrameda) pudieran ya atracar allí. La peste de 1649 (se dice que murieron
200.000 de los 300.000 habitantes de la ciudad), la corrupción y el caos
monetario hicieron que Sevilla pronto cayera en crisis. Pero fue el famoso año
1680 el que dio el aldabonazo final a la ciudad de Velázquez, pues la monarquía
y su gobierno dieron permiso a Cádiz para que alojara en su puerto natural a
todos los barcos que vinieran de América, creándose así la Casa de Contratación
de Cádiz, y quedando la de Sevilla solamente de manera nominal y con el honor
de haber contribuido a la grandeza de las españas. Como dice doña Matilda en la
novela: La vida se ha puesto muy difícil…
Ya no es como antes. Solo hay que asomarse al balcón para ver el mercado de la
plaza. Ante ahí había de todo: plata fina, seda, marromaque, nácar, azabache…
¡Y hasta perlas! ¿Qué hay ahora? Cuatro baratijas… ¡Si es que no hay dinero…!
¿Quién puede pagar un salario?
Este es el mundo
en el que Cayetano se desenvuelve. El mundo de la España en crisis, no tan
diferente al nuestro actual. Como ya he indicado antes Treinta doblones de oro, de Jesús Sánchez Adalid no es solo una
novela histórica de aventuras más, sino que es todo un reflejo de cómo estaba
el Imperio austriaco en ese momento. Nos encontramos con una narración rápida,
ágil, muy bien documentada, y trufado a lo largo de sus páginas con las
excelentes ilustraciones de Joan Mundet, dibujante muy conocido sobre todo por las
novelas de la saga de Alatriste. En
verdad que les recomiendo la lectura de esta obra pues en ella encontraran un
mundo muy diferente al que glosan las odas imperiales, triste, hundido y
agridulce en el que importa más el ser humano y su supervivencia que el brillo
de los aceros rotos.