Un Jueves Santo
el rey Carlos II, el Hechizado (1661
– 1700), al salir de una iglesia acompañado de su séquito fue abordado por un
grupo de mendigos que le esperaban a las puertas del edificio. El rey, al ver
semejante muestra de pobreza, en un acto de piedad se arrancó la cruz de
brillantes que portaba al cuello y acabó
entregándosela a uno de ellos. Al rato un cortesano que se había quedado algo
retrasado se dio cuenta de que el rey no portaba la cruz y comenzó a gritar diciendo
que habían robado a su majestad al salir de la iglesia. Se ordenó a la guardia
que volviese al lugar donde, supuestamente, se había perpetrado el robo y
detuviera a todos los mendigos que hubiera en la zona. Cuando interrogaron al
indigente en cuestión, éste, entre lágrimas confesó que no había hecho nada
malo y que había sido el propio rey quien le había dado la cruz, y cuando
Carlos II así lo confirmó mandó devolvérsela porque en verdad había sido un
regalo suyo. Pero había un problema ya que dicha cruz pertenecía a la colección
privada de las joyas de la corona y éstas no se podían dar alegremente. Así
pues se optó por una solución salomónica: como ésta no se podía regalar, pero
como también había sido uno de los deseos del monarca, se pasó a tasar la cruz
con lo que el montante obtenido (unos doce mil escudos) le fueron entregados al
agraciado mendigo.