martes, 5 de julio de 2011

EL LECTUARIO



Que comer bien por las mañanas antes de ir a colegio, al trabajo o de viaje, es el secreto de los campeones, es un hecho conocido por todos. Un desayuno equilibrado es la clave para pasar bien el día, con energías, hasta la hora de la comida. Esta es la  idea que los medios de comunicación nos dice a diario, y con ella bien aprendida nos sentimos bien. E igualmente, esos noticiarios, por otro lado, nos aconsejan también que el consumo de alcohol a diario es perjudicial para la salud. No es bueno beber un carajillo nada más levantarnos, a palo seco, aunque algunos trabajos duros, como el de la construcción, te hagan caer en ello con la idea de que da fuerzas y te motiva para olvidar el laboro de cada día. Pues bien, ¿Qué les parecería saber que hace unos cientos de años, aquí en España, esta idea de juntar alcohol y comida al salir el sol era de lo más normal y que no se concebía desayuno mañanero sino era acompañado de un rico aguardiente? Increíble, pero cierto.
Ocurrió en el Siglo de Oro en medio del esplendor del Imperio donde nunca se ponía el sol. En aquella España, donde era muy común que se viviera a salto de mata, la figura del comerciante ambulante era normal. Voceaban por las calles sus productos y la gente acudía a ellos para compran los productos de necesidad, de utilidad inmediata, sin tener que desplazarse en ese momento al mercado. Pues bien, uno de los productos estrellas era el lectuario, que se consumía todas las mañanas en el común de las casas españolas. Su nombre probablemente provenía del lenguaje farmacéutico, electuario, que era una nada más ni nada menos que una combinación de medicinas. A primera vista consistía en una naranjada. Pero no una naranjada como las de ahora, dulce y refrescante patrocinada por cientos de marcas comerciales. Estaba hecha con naranjas amargas, que era la única que se conocía, con sus mondas, y todo ellos regado y hundido en miel en abundancia. El vendedor ambulante lo voceaba y todo el mundo que deseara hacer el desayuno de los campeones bajaba corriendo y le pedía uno, acompañado de un poco de aguardiente que, según la creencia popular, era un desinfectante eficaz para contrarrestar las enfermedades del cuerpo como el cólera, devolverle el vigor perdido para afrontar el día y animar el ambiente para ver mejor el futuro.
Este refrigerio mañanero era cantado por los poetas de la época como Luis de Gongora en su poema Ande yo caliente:

Ande yo caliente
Y ríase la gente.
Traten otros del gobierno,
Del mundo y sus monarquías,
Mientras gobiernan mis días
Mantequillas y pan tierno,
Y en las mañanas de invierno
Naranjada y aguardiente
Y ríase la gente.

El letuario se vendía en muchas partes de Madrid y era voceado tanto en las calles como en las tabernas y mesones más finos en la puerta del Sol, la calle de Alcalá, la plazuela del Ángel, en la calle del Príncipe y de Toledo, o en la plaza de la Cebada. Era tan famoso que no escapaba a la pluma del Fénix de los Ingenios, Lope de Vega, apareciendo en la obra La locura por honra:

¿Dónde vas, que aún no pregonan
Aguardiente y letuario?

Bueno, esto ocurrió hace unos años cuantos años, así que cuando ustedes entren en un bar pidiendo unas porras con café o colacao y vean al lado suyo un rudo trabajador que entre cigarro y cigarro se mete entre pecho y espalda un buen licor, no lo amonesten ni pongan mala cara, pues están viendo historia en directo, el reflejo de una época en donde unas mondas de naranja, un poco de miel y un aguardiente eran el desayuno preferido de los españoles imperiales.