martes, 2 de agosto de 2011

A MARTÍN MERINO NO LE GUSTA ISABEL II



Día 2 de Febrero. Año 1852. Festividad de la Purificación de la Virgen. Gran fiesta en el Palacio Real de Madrid. En esa fecha tan señalada se había de realizar la presentación en sociedad de la infanta Isabel de Borbón (la que más adelante sería conocida por “La Chata”) haciéndose primero la bendición post partum en la capilla de Palacio, y acabando posteriormente la comitiva en la Basílica de Atocha. Parecía que todo iba a la perfección. El día era radiante, el sol despampanante, y la comitiva competía en brillo con el mismo astro rey: en cabeza iba la reina Isabel II, su marido Francisco de Asís, y detrás otras figuras señeras como la marquesa de Povar, que llevaba amorosamente a la joven infantita entre sus brazos, o la mismísima María Cristina. Aquello era un derroche de gloria y nobleza y la gente se inclinaba ante tal poder como la mies se agacha ante el viento del verano.

Llegaron a la Sala de Alabarderos, y un hombrecillo viejo, encorvado, con pintas de clérigo que había entre el público pidió ver de cerca a la reina para felicitarla por su hija y a la vez entregarle un memorial de sus servicios. Ésta se acercó con paso quedo sin sospechar nada pues nadie podía predecir que aquel hombre iba a pasar a la historia en ese momento, no como amante de la monarquía… sino como un regicida en toda regla. Cuando Isabel estaba a su lado, vio como aquel rostro de beatitud cambiaba la faz por el de loco desesperado, y sin previo aviso sacó un cuchillo o estilete que tenía oculto entre sus ropas y asestó un golpe directo al vientre de su Real Majestad.

-Ay, que me han herido

Gritó la Reina. Rápidamente los soldados se abalanzaron sobre el demente y consiguieron reducirle. Aunque, en vez de sorprenderse, o sentirse furioso por el fracaso de su misión, con toda tranquilidad dijo:

-¡Ya tiene bastante!

Pronto se recupero Isabel II, y raudo acudió un médico a investigar la gravedad de las heridas. Pero curiosamente no había habido dificultades pues las ballenas del corsé habían parado el golpe haciendo que el cuchillo no perforase la carne, solo una herida a la altura del hipocondrio y una raspadura en el antebrazo derecho. Todo quedó en un susto que nunca olvidaría ni la reina ni sus allegados para toda la vida. Pero ¿quién era aquel demente que osó agredir de manera sacrílega a la monarquía? ¿Por qué ese odio feroz?

Les propongo que abandonemos definitivamente la real fiesta y desandemos nuestros pasos unos cuantos años atrás. Este cura demente tenía un nombre, Martín Merino Gómez (no confundir con Jerónimo Merino Cob, el famoso Cura Merino, héroe y guerrillero de la Guerra de Independencia) y era originario de Arnedo (La Rioja). Se decía que era un hombre irascible y muy complicado, de mal carácter y al que parece que siempre le falló algo en el magín. Este cura, que también lucho en la Guerra Peninsular contra el francés, curiosamente estuvo muy influenciado por la Revolución Francesa llegando incluso a residir posteriormente en Francia. Regresó a España y en 1822 ya hizo acto de presencia en la vida de la familia real pues abordó, junto a otros exaltados liberales al mismísimo Fernando VII en la Puerta del Sol arrojándole sal, bellotas y cebada. Se libró de la pena de muerte por su condición de clérigo y porque el tribunal dictaminó que no era persona cuerda. Aquello no le disuadió de seguir sus actividades delictivas, predicando contra el mal gobierno fernandino e igualmente ayudando a cualquier tipo de levantamiento contra el absolutismo.

Pero su suerte se acabó aquel mes de Febrero de 1852. Fue interrogado por Bravo Murillo y el Ministro de Gracia. Descubrieron que aquel loco no era un demente cualquiera, pues confesaba todos los intentos de asesinato que había intentado llevar a cabo con una frialdad extrema. Aseguraba que no solo había intentado atentar contra la familia real sino que también habían estado en su objetivo nobles o políticos de renombre como por ejemplo el mismísimo Narváez. Posteriormente y después de estar horas escuchando sus soflamas antimonárquicas decidieron llevarle a la prisión madrileña del Saladero a la espera de su condena la cual sería finalmente de muerte por garrote vil, a pesar de haberle ofrecido un juicio y que la mismísima reina había intercedido por él para salvarle la vida.

El día de la ejecución en la Puerta de Santa Bárbara el lugar estaba a reventar. Todo el mundo quería ver al clérigo que había atentado contra su reina. Pero antes de ahogarle con el fuerte collarín se había procedido por parte de la cúpula religiosa a la degradación de la condición de persona religiosa, mediante el despojo de sus hábitos y el ritual denominado Anatema Maranata en el cual se le raspan las yemas de los dedos con los que ha tocado los santos oleos el día de su ordenación. Después de este paso previo, Martín Merino subió al  cadalso y se sentó en la fatal máquina. Un peluquero quiso cortarle el pelo para disimular la tonsura y en un alarde de sarcasmo el cura dijo girándose:

-Rebaje usted poco, porque hace frío y no quisiera constiparme de esta manera.

A continuación el verdugo le puso el collarín. Helado como un témpano miró fijamente al público, como para retener una ultima imagen de esta vida y dijo al tendido:

-¡Ahí te quedas, pueblo estúpido!

Minutos después su cuello caía partido en dos. El cura demente había pasado a mejor vida. Se llevaron el cadáver a enterrar pero se pensó que lo mejor era quemarlo para que nadie mutilara el cadáver llevándose alguna reliquia. Este hecho fue consumado en una llanura de la zona de Chamberí depositando posteriormente sus cenizas en un ataúd anónimo. Lo mismo se hizo con sus escritos, para borrar su memoria, pero la historia que tiene una mente más larga que la de los mortales quiso perpetuar la historia de Martín Merino Gómez haciéndole pasar  a los anales del tiempo como una de os personajes más curiosos que podamos leer.