viernes, 29 de junio de 2012

EL HOMBRE QUE PUDO REINAR, de Rudyard Kipling


«-Pregunta sin son dioses.
-Dile que dioses no, somos ingleses que para el caso es lo mismo

Conocí a Peachy Carnehan y a Daniel Dravot cuando era pequeño. Vi sus rubicundas y pícaras figuras por primera vez en la pantalla pequeña y desde entonces quedé maravillado de sus increíbles e inverosímiles hazañas. Siempre he sentido admiración por esta pequeña novela corta que desprende aventuras a raudales, grandes emociones y enervantes diálogos. Esta magia que desprende ha sabido hechizar a generaciones de lectores yendo incluso más allá del ámbito literario para recalar en medios más grandes como el mismo cine, en donde vimos a todo color, gracias a John Huston en su película homónima de 1975, cómo ambos hermanos de hermandad se juraban amistad eterna, y que por el hijo de la viuda llegarían a ser grandes reyes… Reyes de Kafiristan.

Pero ¿cuál es esa mítica tierra que añoran estos dos canallas?, ¿qué es Kafiristan? No es un lugar de leyenda, aunque haya pasado con justicia como tal al imaginario literario. Es una tierra situada actualmente en el espacio fronterizo entre Afganistán y Pakistán y que a lo largo del siglo XIX los ingleses denominaron de esta manera a los territorios que quedaban al noroeste del Imperio Británico de la India más allá del mítico Paso de Jaiber. Si se cogiera un helicóptero y lo recorriéramos de punta a punta observaríamos que es un lugar algo pedregoso, con ciertas zonas fluviales  y con una gran cantidad de picos altos y nevados, difíciles de transitar, pertenecientes al impracticable Hindú Kush. Kafiristán significa «el país de los que no tienen fe», en alusión al hecho de que sus habitantes no practicaban la religión musulmana. Curiosamente a este país tan «ateo» es donde van a buscar y labrar su destino con fe nuestros dos héroes. Los habitantes de tan duro lugar son los kalash, antiguos kafiris, siendo estos rubios y de piel clara y que aseguran descender de los soldados de Alejandro Magno, pues en la antigüedad, el rey de Macedonia dejó su huella allí fundando la mítica ciudad de Iskander donde se hace culto a un dios solar denominado Iskander Kebir o Iskander Bozorg y donde también se asegura que hay un magnífico tesoro dejado allí por las tropas macedónicas y que será recogido por Alejandro o su hijo cuando vuelva con ellos.

Esta fabulosa leyenda no podía pasar desapercibida por los hermanos masones Peachy y Dravot, y es aquí donde comienza el relato de sus aventuras. Presupongo que las personas que en estos momentos estén leyendo esta humilde reseña habrán leído alguna vez o visionado en cierta ocasión El hombre que pudo reinar, de Rudyard Kipling. Pero por si acaso, y si existe algún despistado les haré un resumen sucinto de tan maravillo libro: La India es un país maravilloso, con una enorme variedad geográfica, poblacional y religiosa fuera de lo común. Se puede andar por parajes solitarios, calurosos y ardientes y en un rato poner el pie en una tierra helada y yerma. Grandes selvas y enigmáticas selvas cruzan el país junto a extensísimos páramos sin presencia humana por ningún lado. Cada región es un mundo por explorar, cada persona un enigma por resolver y cada religión un secreto insondable. Pues en aquel país, en el colonial siglo XIX dos ingleses hartos de la milicia deciden hacer fortuna recorriendo los cuatro puntos cardinales viviendo del pillaje y la extorsión a viciosos rajás haciéndose pasar en muchos casos como corresponsales del Northern Star. Un día afortunado conocen a un verdadero corresponsal del periódico (trasunto del mismísimo Kipling), hermano masón como ellos, y le explican sus verdaderos motivos: ir hasta el Kafiristan y derrotar a todas las tribus del lugar para llegar a ser reyes por derecho… y claro está, conseguir todos los tesoros posibles para provecho privado. Allí conocen un montón de costumbres y acometen un sinfín de hazañas que serán recordadas por toda la eternidad, llegando incluso a ver la fabulosa ciudad de Iskander, meta de su odisea. ¿Pero acaba aquí la historia?, tal vez sí, tal vez no, pues para saberlo tendrán que acompañar a nuestros dos amigos en su periplo. No se arrepentirán.


Como se podrá ver, un argumento irresistible de leer. Rudyard Kipling tuvo un referente claro al escribir esta novela corta, las aventuras del norteamericano, cuáquero y masón Josiah Harlan, que a mediados del siglo XIX se adentro en Afganistán con el propósito de fundar su propio imperio, alcanzando el título de Príncipe de Ghor, recóndito territorio situado en las cumbres del Hindú Kush. No es una novelita de aventuras sin más, sino todo un canto a la vida misma y a la aventura por la aventura. Hay que recordar que el siglo XIX es un mundo en continua expansión. No nos encontramos con los viajes filantrópicos del siglo XVIII donde destacan los nombres de Humboldt o Malaspina. Los exploradores de este nuevo siglo son distintos, no son simples científicos que solamente se dedican a la clasificación de la naturaleza, sino que intervienen valerosamente y se inmiscuyen continuamente en aventuras y peligros sin fin. Destacan hombres como Richard Francis Burton, Arminius Vambery, William Jardine, Charles Masson o Sir James Brooke. Hombres que fueron grandes exploradores, espías al servicio de la corona o tunantes de la mayor ralea. Pero siempre con la idea fija de labrarse su propio destino contra la condición que les ha tocado vivir. Es en este punto donde entran nuestros queridos Peachy y Dravot. Ellos no quieren ser solamente hombres, quieren inscribir a fuego y hierro su propia línea en su vida, llegando incluso a ser reyes, o incluso más ¡dioses de Kafiristan! Es una idea muy romántica la de esta gente, pero que no siempre culminó en éxito. Puede parecer que las peripecias de estos dos granujas son fútiles y sin sentido, que es absurdo que dos personas solo con su voluntad quieran despegar un poco el vuelo de su condición, pero Kipling inteligentemente deja caer durante toda esta historia el mensaje de que es un canto a ciertos perdedores pero que las vivencias que han sufrido durante toda su aventura no la cambian por nada del mundo. Son héroes hechos de una pasta, de una aleación inquebrantable, que a más de uno de nosotros nos gustaría estar en su pellejo.

El lector conocerá a través del relato de Kipling un montón de costumbres de la India y de las zonas del norte del país. Podrá adentrarse por las populosas y abarrotadas calles, sentir el aroma del curry en las deliciosas comidas, y observar el mundo hindú como nunca lo había conocido. Aunque, esto se lo tengo que advertir, y como es normal en numerosas novelas de Kipling, la visión que se tiene de los nativos del país siempre es desde el punto de vista occidental, tan paternalista con las costumbres orientales. Muchas veces se ha acusado de racismo a Rudyard Kipling por cómo presenta a los hindúes. Craso error, porque hacer valoraciones a posteriori, actuales, sobre el mundo colonial es bastante subjetivo. El autor, para más inri ¡nacido y criado en la mismísima joya de la corona británica! tuvo cierto paternalismo con el país colonizado pero nunca menosprecio por sus ocupantes. En otro orden de cosas, también les diré que aparte de ser una novela de aventuras coloniales es una excelente novela sensorial porque gracias a ella podemos adentrarnos como nunca en el fascinante mundo de la India, Pakistán y el guerrero Afganistán.

Uno de los elementos que llaman mucho la atención en este relato es la mención a las religiones y la masonería. Dravot y Peachy y el trasunto de Kipling, reportero del Northern Star son masones. Sus páginas están llenas de referencias a costumbres, ritos y simbología masónica. Se saludan con frases ceremoniales y se despiden con oraciones pactadas de antemano: «Nos conocimos por la hermandad, y nos separamos por la hermandad», «El Hijo de la Viuda», o el reloj que lleva la inscripción de una escuadra y un compás. Puede parecer algo misterioso, pero no lo es. El autor era masón. Fue iniciado en Masonería a los veinte años en la Logia «Esperanza y Perseverancia Nº 782» de Lahore, Punjab, India. Dedicó su vida y sus escritos a profundizar en la condición de Hombre, y su devenir existencial. El que haya incluido a dos personajes de su logia no es baladí. En toda la obra existe un sentido de la hermandad y la unión de las personas increíbles. No se separan el uno del otro atados como están por su condición y pacto previo anterior a la aventura. Es un mensaje de cómo la humanidad unida puede prosperar y romper cualquier cadena. Más allá de la hermandad todo es perdición y desorden. Estos elementos citados configuran un relato en el que se entremezcla la emoción con lo místico y lo humano haciéndolo imperecedero en el tiempo.


Ya solo me queda animarles a leer este libro, pequeño en extensión pero inmenso en sabiduría y conocimiento. Por sus páginas podrán conocer las increíbles hazañas de estos dos pícaros suboficiales del ejército británico que sueñan con ir más lejos que su propio destino y ser coronados reyes de una tierra mítica. Desde que se publicó en 1888 en una selección de relatos en El Rickshaw Fantasma y otros cuentos misteriosos, las andanzas de Peachy Talafierro Carnehan y Daniel Dravot han fascinado a legiones de lectores, ¿se perderán la oportunidad de cabalgar junto a ellos en aquel mundo colonial de 1880? Yo no me lo perdería, pues si consiguen ir con ellos, escalar el helado Hindú Kush y sentarse en el trono de Iskander flanqueado por ellos, les aseguro que llegarán  no a ser rey sino que su testa será coronada con la gloria de Kafiristan.
Buena lectura… y que el ojo que todo lo ve sea su guía.