Podemos
considerar al dramaturgo Eurípides (480 – 406 a.C) como uno de los hombres más
desgraciados y con más mala suerte de la antigua Grecia. Aunque su nacimiento
parecía indicar que iba a ser una persona afortunada, ya que vino al mundo el
mismo día de la victoria de Salamina frente a los persas en la embocadura del
estrecho de Euripo (de ahí su nombre), su infancia estuvo llena de tristeza
pues todos los días veía a sus padres, el tabernero Mnesarchos y la tabernera
Clito, andar a la greña continuamente. Después intentó ser atleta, pintor,
maestro de retórica y filosofo pero fracasó en cada uno de estos cometidos. En cambio
empezó a despuntar en otro campo, el de la Tragedia. Los eruditos del tema
consideraban sus obras como excelentes, mientras que al gran público le
aburrían, lo que provocaba en Eurípides una constante desazón.
Además de vivir
amargado, también sufría de halitosis y cada vez que hablaba con la gente éstos
solían mantenerse alejado de él. Su muerte fue parecida a una tragedia pues fue
devorado por una jauría de perros, que según algunas fuentes fue azuzada por
uno de sus competidores en el escenario. Y lo que es el colmo de la mala
suerte, unos cuantos años después de su muerte al lado de la tumba salió a la superficie
un manantial de aguas ponzoñosas, que al igual que la halitosis que sufría el
finado, hacía que nadie quisiera acercarse a su última morada.