Los enfermos que no tienen posibilidades
están predestinados a la eliminación, y justamente el médico es el encargado de
la tarea. ¡El médico se convertirá en asesino! (Julio Mozes (1868 -1942),
médico progresista judio muerto en el campo de concentración de Theresienstadt.
Entre 1945 y
1946, se desarrolló en la ciudad alemana de Nuremberg, santuario nazi por
excelencia a mediados del siglo XX, una serie de juicios que tenían como fin
encausar a los máximos dirigentes de aquella locura promovida durante tantos
años por Adolf Hitler. En aquellos días pasaron por el banquillo desde
generales, jueces alemanes, verdugos e instigadores del Holocausto, e incluso
médicos. A primera vista puede parecer raro que éstos últimos también fueran enjuiciados
y posteriormente condenados, ya que por encima de cualquier ideología, en su
tiempo, al igual que hicieron los demás galenos del mundo, ¿no habían realizado
también el juramento hipocrático de defender la vida humana? Viendo las imágenes
de aquellos días… parece que no, ya que los médicos (no todos) del Tercer Reich
debieron olvidar sus obligaciones contractuales que tenían con sus pacientes y
haber caído, al igual que sus convecinos alemanes, en una especie de locura de
la solamente despertaron al ver como se hundía aquel imperio que supuestamente
duraría mil años.
Los cargos que
se les imputaban a los 24 médicos presentes no eran baladíes: conspiración,
crímenes contra la humanidad, esterilización forzosa y masiva de enfermos,
muerte y torturas contra 30.000 personas en hospitales y psiquiátricos mediante
el Programa de Eutanasia Aktion T-4 y
realización, entre otros cargos más graves, de haber practicado operaciones
coercitivas y letales contra judíos y prisioneros de guerra. Tras leer esto,
uno se pregunta… ¿cómo estas personas, si es que se las puede llamar así,
pudieron llegar a esta situación tan sádica y siniestra? Los orígenes de tales
crímenes hay que buscarlos unos cuantos años atrás, más o menos a mediados del
siglo XIX. Tanto los gerifaltes nazis con Hitler y Himmler a la cabeza, y los
médicos del Tercer Reich no hicieron nada más ni nada menos que poner en
práctica los resultados y experiencias científicas y filosóficas que se habían recibido
en herencia un siglo antes. Hitler, como nos recuerda el autor de la obra que
les reseño Los médicos de Hitler,
publicado recientemente por Nowtilus, no fue quien inventó el racismo.
Personajes como Thomas Malthus, Charles Darwin, Herbert Spencer o Francis
Galton, con sus ideas de la supervivencia de los más fuertes, y la eliminación
de los más débiles mediante los programas de eugenesia, eutanasia y
esterilización de discapacitados o pobres, fueron quienes pusieron los primeros
leños en la gran pira del odio que años después los nazis aplicaran en sus
malévolos planes.
Todas estas
locuras pseudo científicas fueron cocinándose en el vientre de la bestia desde
principios del siglo XX, pasando por la
puñalada trapera de la Primera Guerra Mundial, y llegando a eclosionar con
el alzamiento del Führer como dirigente del país germano en 1933. Desde el
comienzo, los dirigentes nazis buscaron con ahínco el sueño de lograr una raza perfecta. No podían
consentir que los discapacitados les robaran dinero precioso para sus súper
soldados del futuro. Por ello pusieron desde el principio la puesta en práctica
del programa de eutanasia para adultos, más conocido como Aktion T4. Este programa hundía sus raíces en un decreto promulgado
por Hitler en 1939 por el que se permitía a los médicos elegir a los enfermos
con deficiencias físicas o enfermedades mentales para que, o bien los
eliminaran con medicinas o gas venenoso, o practicaran operaciones arbitrarias para
de esta manera sacar conclusiones científicas para un futuro. Como el número de
enfermos crecía optaron por la instalación de cámaras de gas en psiquiátricos y
campos de concentración y exterminio. Desatados los perros de la guerra, llegó
un momento en que se rebasó el limite que separa el asesinato de la locura, permitiéndose
que se practicaran este tipo de experimentaciones quirúrgicas en cualquier
persona adulta fuera alemana, polaca, rusa o judía, incluso en niños
discapacitados. A Hitler le preocupaba sobre todo que éstos últimos, cuando
llegaran a la madurez fueran capaces de reproducirse. El estado nazi
consideraba a toda esta gente como Ballastexistenzen,
o chupasangres que arruinaban a la sociedad alemana impidiéndoles llegar al
nivel de los superhombres nitzchenianos. Un doctor alemán llamado Pfannmüller
decía lo siguiente: No puedo soportar la
idea de que los mejores, la flor y nata de nuestra juventud, deban dar su vida
en el frente para que los cortos de entendederas y los elementos irresponsables
y asociales puedan gozar de una existencia segura en el manicomio.
No fueron uno
sino muchos los médicos que dieron rienda suelta a sus “conocimientos” en los
campos de concentración, eligiendo a sus presas entre los cientos de miles de prisioneros
judíos o no, que bajaban de los vagones de ganado. Desorientados, molidos a
palos, eran bajados por las rampas y llevados ante unas mesas presididas por
estos doctores, los cuales juzgaban si eran idóneos para ser llevados a la sala
de operaciones y realizar con ellos todo tipo de experimentos. Para ellos,
aquellas gentes atemorizadas no eran más que números y carne donde hundir sus
bisturís. Gente como Mengele, no dudaron en ningún momento en practicar estos
actos cruentos en los barracones de Dachau, Ravensbrück, Auschwitz, o
Buchenwald. A esta pobre gente se les inyectaba cualquier tipo de enfermedad,
los obligaban a beber venenos, esterilizarlos a la fuerza, meterlos en agua
congelada para comprobar los grados de hipotermia que podían soportar,
arrancarles trozos de cuerpo para analizar el nivel de dolor… y así un sin fin
de perrerías inhumanas. Solo de pensarlo se le pone a uno el pelo de punta ante
el horror que tuvieron que vivir.
Manuel Moros
Peña, autor de Los médicos de Hitler,
nos ofrece en este libro una visión muchísimo más amplia y completa que la
expuesta en esta pequeña reseña. Este ensayo sobre los terribles experimentos realizados
por dementes doctores, no se centra solamente en el morbo del momento
científico sino que hace un exhaustivo recorrido desde sus orígenes hasta el
mismo momento en que fueron enjuiciados en Nuremberg. Un libro esencial para
cualquier especialista en la Segunda Mundial y todo un ejemplo de un episodio
horrendo que nos hace de ver hasta que punto puede llegar la locura del ser
humano.