Uno de las cosas
que más mortificaban a los Reyes Católicos era que muchos de los mensajes
cifrados que enviaban a sus agentes repartidos por media Europa eran
interceptados por sus enemigos y leídos sin ningún problema. Así pues, hartos
de esta situación, decidieron crear un sistema de encriptación que hiciera
imposible descifrar sus mensajes. Consistía simplemente en convertir las
palabras en números romanos, pero el servicio de espionaje de sus católicas
majestades complicaron tanto este sistema, y lo hicieron tan enrevesado, que no
solamente los agentes extranjeros no lo descifraban sino que también los
propios eran incapaces de leerlo. Es por ello que las cancillerías españolas
recibían continuamente mensajes pidiendo explicaciones sobre lo que les habían
enviado. Era común encontrarse frases de este tipo: “No se entiende”, “no tiene
sentido”, “por favor, manden otro más claro”. Así pues, el diplomático Rodrigo
González de la Puebla, con el fin de ayudar a sus agentes se le ocurrió la felicísima
idea de adjuntar al mensaje cifrado el libro de claves para que la
transcripción fuera más sencilla. Como diría Forges “¡Pais…!”