martes, 6 de octubre de 2015

EL ÚLTIMO DUELO



El escritor Vicente Blasco Ibáñez (1867 – 1928), autor de obras inmortales como Los Cuatros Jinetes del Apocalipsis o Cañas y Barro, entre otras, era una persona muy apasionada, amante de vivir la vida hasta sus últimas consecuencias. Un ejemplo de ello lo podemos ver en un curioso incidente que protagonizó el 21 de Febrero de 1904. Unos días antes Blasco Ibáñez, como de costumbre, acudió al Congreso de los Diputados, pero en vez de disertar sobre la República sorprendió a todo el mundo al decir en la tribuna de oradores que un policía le había zarandeado en las mismas puertas del Congreso. Y para redondear su intervención indicó a los diputados que tal persona que era un “tenientillo desvergonzado” que no merecía vestir el uniforme del que representaba.

Estas palabras, que podían haber acabado en mera anécdota, ofendieron a dos coroneles que, precisamente, habían acudido ese día al hemiciclo. Así que, para limpiar el honor del cuerpo policial, retaron a duelo al escritor en un descampado cerca de Atocha. El elegido para representarles fue el teniente Alesteuey. Se eligieron pistolas para el acto, y los contendientes disponían de dos balas para acabar con el contrario. Siguiendo su costumbre Blasco Ibáñez disparó primero al aire. El teniente, acto seguido, hizo lo mismo pero al suelo, cerca de los pies de su oponente. El escritor, nuevamente, disparó al aire. Pero el teniente en vez de errar de nuevo, apuntó directamente al cuerpo de Blasco Ibáñez. Y de forma increíble la fortuna se puso de parte del escritor pues la bala impactó en la hebilla del cinturón tirándole de manera brusca hacia atrás. Así pues el duelo acabó en final feliz ya que ninguno de los duelistas sufrió daño alguno, además de haberse restituido el honor que los coroneles creían haber perdido.

Pero Blasco Ibáñez, en vez de alegrarse por ello, regresó enfadado a casa ya que cuando estaba abandonando el descampado de Atocha, oyó que unos obreros que trabajaban cerca, y que habían sido espectadores de excepción del duelo, se quejaban de que no hubiera corrido sangre en el intercambio de disparos. El escritor, al oírlo, se había encarado con ellos y les había gritado casi a la cara: “¿y por esos que me silban me juego el pellejo me juego la vida?... A la porra…”. Nunca más volvió a participar en un duelo.