lunes, 23 de mayo de 2016

UN ENTIERRO DE LO MÁS PECULIAR



El 10 de Junio de 1603 todas las campanas de Valladolid se pusieron a repicar al paso de un entierro que en esos momentos iba en dirección a la Iglesia de San Pablo. Junto al pomposo ataúd andaba una delegación de padres dominicos del convento de Belén, acompañados nada más ni nada menos que por  los representantes principales de la ciudad, obispos y arzobispos de media España y una variada compañía de Grandes de España. La gente, al sonido de las campanas salía de sus casas para presenciar dicho espectáculo y se preguntaban ¿quién era aquel muerto que congregaba a aquellas gentes tan importantes? Pero cuando alguien se lo explicaba no podían salir de su asombro, pues dentro de aquel féretro no había nadie, solamente unos cuantos ladrillos que pesaban igual que el finado, en este caso la excelentísima Doña Catalina de la Cerda, esposa del famoso duque de Lerma, en esos momentos  valido del rey Felipe III.

Pero si allí dentro solo había meros ladrillos, ¿dónde estaba la duquesa? En verdad sus restos descansaban en el convento de Belén donde había sido enterrado el día antes. Parece ser que esta señora había muerto hace siete días pero como unos decían que había que llevarla a Medinaceli, como había querido ella, o a Valladolid, como pretendía el marido, el tiempo había pasado y ya cuando la comitiva mortuoria había llegado al convento de Belén el cuerpo estaba tan hinchado y descompuesto que tuvieron que inhumarla allí mismo pues el olor era terrible. Aun así, el todopoderoso duque de Lerma no podía consentir que sus decisiones no fueran cumplidas por lo que decidió escenificar el entierro en la ciudad aunque no estuviera la propia protagonista, y es por ello que decidieron meter unos ladrillos en el ataúd para que este no fuera vacio.