jueves, 28 de marzo de 2013

EL REY SE DIVIERTE

Al Rey Carlos IV nunca le faltaron aficiones. Cuando era joven fue todo un forzudo que le encantaba desafiar a los mozos de cuadra a levantar grandes pesos. No sé si debido a su condición real le daban ventaja pero lo cierto es que normalmente ganaba a sus competidores en fuerza bruta. Aun así el tiempo pasa para todos y el rey, al igual que cualquier mortal, no pudo seguir el mismo ritmo de vida que llevaba cuando era más joven. Aunque existe una anécdota que demuestra que el monarca quiso resistirse al paso del tiempo pues una vez, en el mismo Palacio Real, y ante todos los cortesanos allí presentes, quiso organizar un combate de lucha a tres bandas, entre el Conde de Aranda, el Marqués de Grimaldi y él mismo. El resultado fue obvio: ningún ganador y si muchas contusiones y huesos rotos.

Carlos IV, por tanto, al darse cuenta de que ya no era un muchacho optó por otros hobbies más tranquilos. Junto con la caza, una de sus grandes pasiones, se aficionó a los trabajos manuales. Para ello creó unos magníficos talleres de ebanistería y marquetería, en el que junto con los mejores artífices del momento podía crear exquisitos muebles para decorar los Reales Sitios. Allí rodeado de mozos, lacayos, palafreneros y artesanos, vestido con su mandil y cubierto de serrín era feliz y se sentía tranquilo, ya que sabía (o creía ingenuamente) que el peso del gobierno estaba en buenas manos, es decir en las de su amado Manuel Godoy, Príncipe de la Paz, y su amantísima esposa la reina Maria Luisa, los cuales hacían y deshacían a su antojo.

Junto con la elaboración de sillas y mesas el rey también era un obseso de la relojería. Los tenía por centenares y los repartía por todos sus palacios. Incluso se dice que se llevó un buen número de maletas repletas de relojes a su abdicación en Bayona. Era normal que todas las mañanas, tras asistir a dos misas seguidas y un pantagruélico desayuno, un criado le trajera ocho o diez relojes de bolsillo y los repartiera en distintos bolsillo del traje del rey. Éste, en cuanto comprobaba que estaban colocados se ponía andar un rato por la habitación ya que pensaba que el movimiento era provechoso para la maquinaria haciéndolos funcionar perfectamente.

Pero no todas las aficiones le iban bien. Hacia el final de su reinado mandó comprar un violín para aprender a tocarlo perfectamente y así deleitar a su esposa. Para ello contrató a los mejores maestros entre ellos al afamado Boucher, el cual se desesperaba al comprobar lo inoperante que era su alumno. El Rey no comprendía que al tocar junto a otros violines debía ir a la par con los músicos, en armonía. Todo el rato iba delante de ellos pues pensaba que un monarca debía estar por encima de los plebeyos, y que los demás tenían que seguirle a él y no al revés. Boucher se lo intentaba explicar continuamente pero Carlos IV siempre le respondía:

No creo que mi papel sea esperar a nadie, tampoco a ti.