A finales del
siglo IX la situación del papado era bastante caótica. Por ejemplo desde el 872
hasta 965 se habían ido sucediendo en el trono de San Pedro un total de ¡24
papas!. Lo que constata que en aquella época heredar el Anillo del Pescador no
garantizaba una vida muy duradera pues muchos de ellos eran encarcelados,
envenenados, muertos a martillazos o exiliados a la fuerza en cualquier confín
de Europa. Y además en aquel siglo, a las típicas luchas de poder entre las
grandes familias de Roma se le añadía el interés que tenían éstas por conseguir
el poder en Italia y su lucha por evitar las injerencias dentro de ella por
parte de los emperadores de Alemania.
Es en este mundo
convulso cuando aparece nuestro protagonista, Formoso, que a comienzos de nuestra
historia era obispo de la diócesis de Porto (zona cercana al puerto de Ostia).
Éste viajó por toda Italia, Bulgaria, Constantinopla y acabó asentándose en la
corte carolingia, donde tomó partido por un personaje un tanto oscuro de
aquella dinastía: Arnulfo de Carintia. Pero esta amistad en vez de traerle
parabienes le llevó, cuando regresó a Roma, a ser excomulgado por el Papa Juan
VIII. Temiendo por su vida huyó al norte de Italia, en concreto a Lombardía,
hasta que pasara la ira del Vaticano. Y pronto escampó pues en poco tiempo otro
papa, Marino I, levantó el castigo al congraciarse con él.
En el 891
Formoso llegó a ocupar el sitial de San Pedro y tuvo que lidiar con un problema
heredado del anterior mandato. Parece ser que Guido de Spoleto había sido
coronado rey de Italia por el anterior papa, consiguiendo a la vez que cuando
éste muriera fuera sucedido por su propio hijo Lamberto. A Formoso todo este
tejemaneje le pareció preocupante por lo que no dudó en llamar en su auxilio a
Arnulfo de Carintia, quien en poco tiempo consiguió poner sitio a Roma, y en
consecuencia derrotar a los Spoleto. Todo parecía volver a la normalidad pero un
buen día Formoso murió de forma sospechosa, existiendo bastantes pruebas de que
fuera envenenado por los Spoleto quienes le consideraban un traidor.
Al poco fue
elegido un nuevo papa, Bonifacio VI, el cual duró muy poco tiempo, siendo
sucedido por Esteban VI y, aunque había sido un antiguo seguidor de Formoso,
pronto acabó pasándose a las filas de Lamberto de Spoleto en cuando éste volvió
de su destierro. En una reunión convenció al nuevo papa de que debían condenar
a Formoso por sus actos, aunque estuviera muerto, y que debería hacerse
mediante una condena pública en el que estuviera presente toda la curial papal
en un sínodo especial. A principios de 897 proceden a desenterrarle y con toda
pompa y circunstancia es conducido al sínodo en donde están presentes todos los
obispos y cardenales que en esos momentos había en Roma. Para que la ceremonia fuera
más grandiosa le visten con sus insignias papales, le sientan en el trono e
incluso le ofrecen la posibilidad de tener un abogado defensor. En cuanto
estuvo todo preparado proceden a leerle los cargos que le inculpan siendo el
más importante aquel que dice que su elección fue hecha de manera ilegal. Rápidamente,
el sínodo firma el acta de deposición y revoca todos los títulos conseguidos y
acciones hechas durante su papado. Los alguaciles le arrancan la ropa al
cadáver y le cortan los tres dedos con los que impartía bendiciones urbi et orbi. Al final le atan unas
cuerdas y arrastran el cuerpo del finado Formoso por la calle, proceden a
quemarlo y para concluir lo tiran al Tíber para que duerma con los peces.
Para sorpresa de
los de los enemigos de Formoso, la respuesta por parte del pueblo fue bastante
negativa pues en cuanto terminaron con esta cruel acción toda la ciudad se
rebeló contra ellos consiguiendo encarcelar a Esteban VI y estrangularlo en su
propia celda. Tiempo después otro nuevo papa, Juan IX, rehabilitó la imagen de
Formoso y emitió un decreto por el que se prohibía juzgar a los muertos. Y por
cierto, el castigado cuerpo de nuestro protagonista fue rescatado por un
pescador, pudiéndose de esta manera ser enterrado de nuevo en el Vaticano.