Qué afortunados somos
de vivir el primer día del siglo XX
(Le Fígaro, 1 de
Enero de 1901)
Abril de 1900.
París es el centro del mundo, y es precisamente allí, en la Ciudad de las Luces
donde se inaugura una de los grandes símbolos de la época: La Exposición
Universal de 1900. Hasta mediados de Noviembre de ese año, y en sus 216 hectáreas
de terreno casi todos los países del mundo exhibieron sus adelantos científicos
y sus maravillas con los que asombraron a cualquier persona del globo que se
hubiera acercado allí. Y es que aquella exposición no solo era un gigantesco
gabinete de curiosidades, además era el símbolo de una época, de un tiempo de
paz en el que parecía que el fantasma de las guerras y de las sangrientas
revoluciones había pasado. La estabilidad entre los países, la nueva mentalidad
y el poderío de la clase media hacía que aquellos años se convirtieran para los
que los vivieron entonces en una era dorada. Un mundo de cambios impresionantes
en que la humanidad parecía haber dado un paso adelante. Un tiempo emocionante
que acabaría en un mar de trincheras de barro, pero que en aquel entonces valía
la pena vivir. Ahora es un mero recuerdo de estabilidad, frágil estabilidad,
pero que de vez en cuando vale la pena recordar. Así pues les presento uno de
esos ensayos que recrean de manera magistral una época y que deja a la vez una
grata impresión al lector deseoso de sumergirse en unos años donde la luz de la
ciencia arrinconó durante un breve tiempo a las tinieblas de la barbarie. Con
todos ustedes: Breve Historia de la Belle
Époque, de Ainhoa Campos Posada.
Esta expresión
francesa, La Época Bella, algunos autores la retrotraen hasta 1871 y no hasta
1890, precisamente cuando se acallaron las armas de fuego de la Guerra Franco
Prusiana. Sea entonces, o 19 años después
es innegable que aquella Europa del colonialismo, en el que parecía que el
hombre blanco era dueño y señor de todo el orbe, fue para el viejo continente
un tiempo de prosperidad. Las materias primas que fluían (o se succionaban)
desde África o Asia hacía que la despensa de Europa estuviera satisfecha, por
lo menos para la burguesía y las clases altas. Gran Bretaña, que no solo
mandaba sobre las olas, Francia y Alemania, por ejemplo, dominaban gran parte
del mundo y esto provocaba que mucha gente se enriqueciera. A esto se unía la
plena implantación de la Revolución Industrial, y aunque todo parecía ir de
fabula poco a poco se estaba produciendo que la brecha entre ricos y pobres se
fueran ahondado poco a poco. Los ricos más ricos y los pobres más hundidos en
el fango. Es por ello que una de las grandes revoluciones de esta época es el
nacimiento de partidos políticos y sindicatos que luchan por las libertades del
obrero. La guerra silenciosa entre el liberalismo y el conservadurismo había
nacido.
Ainhoa Campos
Posada nos muestra una época optimista, y a la vez muy valiente. En el aire
existe una especie de sensación de que hay que dejar atrás lo pasado y por lo
tanto la necesidad de echarse en brazos de la esperanza, de la paz y sobre todo
de los avances científicos. Los nuevos medios de transporte, cada vez más rápidos,
como el nuevo coche o el ferrocarril, la inmediatez del telégrafo, el cable
submarino, el teléfono e incluso el cine, harán que nos encontremos con un
mundo más cercano y con una economía más globalizada. Además aumenta el nivel
de vida gracias a los avances en la medicina, como los rayos X o aplicaciones
para combatir enfermedades. Esto hará que el ser humano tenga confianza en un
futuro prospero y en paz.
Y es por ello
que la sociedad empezara también a evolucionar, y con ellos sus ciudades. Urbes
como Paris, Berlín o Londres comenzaran a cambiar su fisonomía y se efectuaran
grandes obras urbanas en las que las inmensas avenidas y bulevares se impongan
por encima de los antiguos barrios de vía estrecha. Pero claro, todo esto
tendrá su inconveniente y reflejo. Si la Belle Époque es un tiempo de
prosperidad también es un tiempo de controversias e injusticias. Si antes hablábamos
de grandes bulevares, éstos no se impusieron en su totalidad pues en muchos
casos las casas y barrios de la gente baja comienzan a ser desplazadas hasta
convertirse en simples guetos en donde se hacinan las personas sin ninguna garantía
de vida. Hecho que poco a poco va calando en el espíritu de esta sociedad y
produce que germine en su interior una venganza posterior, como por ejemplo la
que ocurrirá tiempo después en la Revolución Rusa (1917). Pero es que incluso
estas contradicciones no solo se producen en la clase baja sino que también en
las altas esferas, en sus propias casas, no es oro todo lo que reluce. El
fuerte patriarcado familiar hace que la mujer sea un mero adminículo de su
marido y aunque luzca joyas en bailes, de puertas para adentro está sometida a rígidas
normas. Menos mal que el naciente movimiento de la mujer hace que esos
grilletes se vayan rompiendo poco a poco.
En definitiva,
La Belle Époque es un tiempo de cambios en todos los aspectos de la vida, desde
los ideológicos, tecnológicos, médicos, políticos, culturales… pero también de
fuerte contradicciones que harán que aquella feliz etapa se vaya resquebrajando
poco a poco hasta desembocar en su propio fin: La Primera Guerra Mundial. Y es
que los que sobrevivan al horror de entonces recordaran con anhelo la hegemonía
y la estabilidad de unos años en el que el miedo, el hambre y la guerra,
parecían haber desaparecido para siempre en un mar de champan y lujos sin par.