Los
resucitadores eran, esencialmente, ladrones sin ningún tipo de escrúpulos que se
dedicaban a robar cadáveres para llevarlos a las facultades de medicina y
anatomía. Durante el siglo XVIII y parte del XIX hubo un gran aumento de estas
escuelas que, claro está, dispararon el consumo de muertos con los que poder
estudiar el interior del cuerpo humano. En el caso de Inglaterra, por ejemplo,
era normal que dichas facultades pudieran tomar legalmente el cuerpo de
aquellas personas que habían sido ejecutadas por crímenes mayores, pero como no
había suficiente material para todos
los alumnos (debían diseccionar dos cuerpos por año) muy pronto los directores
de las facultades comenzaron a contratar a personas o bandas para que resucitaran a cualquier persona que hubiera
muerto recientemente. Éstos no desenterraban a los fallecidos por amor a la
ciencia sino que cobraban por la calidad del cuerpo que entregaban al
anfiteatro médico. Cuanto más perfecto era y menos putrefacto se encontraba más
monedas recibían los resucitadores. Un buen cuerpo, con músculos bien tensos y
órganos de buena calidad, podía alcanzar una fortuna con lo que pronto fueron
muchos los que se sumaron al negocio de desenterrar cadáveres. Negocio en el
que estaban metidas muchas personas a parte de los ladrones, pues en él había desde
personajes célebres, enterradores, cuidadores de cementerios, gentes de la
iglesia e importantes anatomistas. Eso sí los resucitadores, normalmente, solo
cogían el cuerpo y dejaban a parte las joyas y enseres valiosos del difunto ya
que si los atrapaban se consideraba un delito mayor (aunque hubo algunos que se
pasaron de la raya y pensaron que era
más rápido conseguir cadáveres si mataban a la gente, como fue el caso de William
Burke y William Hare)
La fiebre de los
resucitadores llegó a tal punto que la población comenzó a tener pánico y a
tomar medidas para preservar el descanso eterno de sus familiares. Los ricos,
por ejemplo, construían grandes panteones y los dotaban de medidas de seguridad
al estilo de impenetrables fortalezas. Las clases acomodadas enterraban bien
profundo el cuerpo e incluso, a veces, ponían pequeñas trampas para que los
resucitadores tuvieran problemas para sacarlo. En cambio los pobres lo único
que podían hacer era turnarse durante días y días al lado de la tumba para que
el cuerpo del familiar fuera pudriéndose poco a poco y de esta manera quedara
inservible para la ciencia.