jueves, 2 de junio de 2022

CUANDO EL EMPERADOR ERA DIOS - Julie Otsuka

 

Fue realmente cruel y duro. Recoger y evacuar en 48 horas fue algo imposible. Viendo a madres completamente desconcertadas con sus hijos llorando por necesidad y negociantes aprovechándose y ofreciendo precios de robo, me dieron ganas de matar a los responsables de aquello sin el menor escrúpulo de mi corazón.  (Joseph Yoshisuke)

No sé si se acuerdan de la película Karate Kid. Sí, aquella en que el sensei Miyagi decía aquello de “dar cera, pulir cera”, y lo de “la patada de la grulla”. Para muchos aquél es uno de los recuerdos cinematográficos de nuestra juventud, pero curiosamente, en particular, yo de él tengo otro. Si se acuerdan bien a mitad de película, antes del gran torneo, el alumno Danielle Larusso entra de noche en casa de su maestro y para sorpresa suya se lo encuentra todo borracho vistiendo uniforme de la Segunda Guerra Mundial. Pero no un traje japonés, sino americano, lo que indica que luchó bajo bandera estadounidense. Danielle, tras llevárselo con suavidad a la cama ve una carta antigua, ya amarillenta y manoseada, en la que se notifica que la mujer del soldado Miyagi murió en el Campo de Prisioneros de Manzanar mientras él luchaba a sangre y fuego en las aguas del Pacifico. De ahí la etílica y triste celebración. En verdad, una escena emotiva. Pues bien, me acuerdo que cuando terminé por primera vez de ver aquella película (e intentar hacer posteriormente la grulla en la piscina) me quede con la duda de saber qué era aquello de Manzanar. ¿Campos de concentración en Estados Unidos? ¿En la cuna de la libertad? Años después, tras investigar un poco más descubrí que durante la guerra mundial los americanos, por miedo a tener quintacolumnistas dentro de su país, habían encerrado a cientos de japoneses que residían en aquellos lugares. Intenté buscar más información, pero en español no encontré nada más, aunque hay que decir que tuve la fortuna de hallar en una biblioteca una pequeña pero impresionante novela titulada Cuando el Emperador era Dios, de Julie Otsuka que narra la odisea que vivieron los japoneses de ascendencia americana durante aquellos años en el que, por desgracia, importó más el color de la piel que los verdaderos sentimientos de una persona.

La escritora nos transmite con tono emotivo y prosa bellísima la historia de una solitaria madre japonesa que un soleado día de 1942 observa por casualidad un cartel en una oficina de correos de su localidad anunciando que todos los japoneses de la localidad han de abandonar sus casas inmediatamente debido a que son sospechosos de ser enemigos de su país y deben acudir a la estación de tren para ser conducidos a un lugar de aislamiento en Utah. Con toda tranquilidad asume la noticia y como si fuera un día más prepara su casa y familia para partir a lo desconocido. En su forma de actuar se aplica el mantra japonés shikata ga nai (no puede hacerse nada al respecto) A partir de entonces la novela se puede dividir perfectamente en cinco fases:  1) el proceso de deportación de la madre y sus dos hijos; 2) el largo y tedioso viaje en tren hacia Utah en el que nuestros protagonistas se encuentran con otros compatriotas que tampoco entienden el por qué de este exilio si ellos y sus antepasados son tan americanos como el propio Tío Sam; 3) la vida en el campo de concentración, y los padecimientos que sufren allí, pero esta vez narrado por el hijo; y finalmente dos regresos: primero el de la madre a su casa, la cual ha sido habitada por otros personas oportunistas; y, lo más trágico, el regreso del marido, posteriormente, el cual llega destrozado tanto física como mentalmente.

Nada de lo que escribe Julie Otsuka es inventado. Y si además se le añade que esta escritora americana es de ascendencia japonesa, la credibilidad y la profundidad literaria es si cabe más grande. Ésta no nos escribe un tratado de historia sobre los campos de concentración japoneses en Estados Unidos sino que los evoca a través de las vivencias sufridas por una madre y sus hijos. Es en verdad una historia terrible de plasmar en el papel. Se sabe que tras el ataque nipón a la zona de Pearl Habour en Hawaii en 1941 se desató, sobre todo en el Oeste del país un auténtico pánico con respecto a todo lo japonés. El racismo que ya anteriormente había existido aumentó de manera exponencial, llegándose hablar abiertamente del peligro amarillo que los japs (como llamaban a los japoneses) representaba para Estados Unidos. E incluso estos ataques no solo eran efectuados por la población civil, de la calle, sino que también desde el Congreso o los medios de comunicación se instó al presidente a que hiciera algo con aquellos que se podían convertir en posibles espías del Imperio del Sol Naciente y llegar además a hacer actos de sabotaje en territorio americano. Un ejemplo de ello: Una víbora es una víbora, sin importar donde se abra el huevo. De la misma manera, un japonés-estadounidense, nacido de padres japoneses, se convierte en un japonés, no en un estadounidense.  Nada más disparatado pues hay que recordar que esta población se consideraba tan patriota como aquellos que tenían la misión de vengar las injurias niponas. Pero todo fue inútil pues en Febrero de 1942 el presidente Franklin Delano Roosevelt firmó la Orden 9066 por el que se conminaba a que se construyeran diez campos de concentración en el interior del país en el que se debían encerrar a los 120.000 japoneses que vivían en Estados Unidos (uno de ellos fue el de Manzanar). Tenían 48 horas para abandonar el hogar, lo que produjo que mucha gente se aprovechara de ellos comprándoles las casas y enseres a precios irrisorios. Tras un penoso viaje llegaban a sus lugares de orígenes donde sufrieron durante años un sin fin de privaciones, frio y calor extremo, que produjeron un gran número de muertes debido también a la falta de asistencia sanitaria. E incluso algunos perdieron la vida al intentar traspasar los límites fijados ya que los guardias tenían orden de disparar a matar.

Allí estuvieron encerrados durante toda la  guerra, y cuando ésta acabó solo les dieron un billete de tren y 25 dólares para que rehicieran sus vidas. Pero éste no fue el fin de su calvario ya que al llegar a sus antiguos hogares descubrieron que la gran mayoría de ellos habían sido violentados y además tuvieron que enfrentarse a las miradas hostiles de sus convecinos que les culpaban de las muertes de sus hijos. Durante algún tiempo nadie se disculpó con estos ciudadanos invisibles y solo recibieron de la administración una mísera pensión. La disculpa oficial no llegó hasta 1988.

Y si al principio de la reseña comenzaba hablando de una película, me gustaría terminarla citándole una frase de otra. En este caso se trata de El mayordomo (2014). En ella un sirviente de la Casa Blanca, al recorrer un antiguo asentamiento de esclavos, comenta voz en off: Oímos hablar de campos de concentración, pero estos campos existieron doscientos años aquí mismo, en Estados Unidos. Y aunque hable sobre otra de las grandes vergüenzas americanas, puede extrapolarse perfectamente a esta bella novela de Julie Otsuka, pues llama la atención que un país que se jacta de ser el baluarte de la libertad haya consentido tener en su propia tierra estos lugares de humillación y terror sin sentido.  Cuando el Emperador era Dios, no es una novela, en extensión, grande, pero si enorme por su mensaje y magistral en su forma escrita. Directa, sencilla e impactante son los tres adjetivos más claros que se le puede aplicar a un libro que saca a la luz una historia desconocida y de la que tenemos que aprender para no repetir nunca jamás errores pasados.

 

También pueden leer mi reseña en la página Hislibris: https://www.hislibris.com/cuando-el-emperador-era-dios-julie-otsuka/