Es curioso ver como aquel rey, que en pleno apogeo de la Guerra de Sucesión era apodado “el Animoso” por su valentía al ponerse al frente de sus tropas, llegó a caer posteriormente en una honda depresión, en una envolvente melancolía, que trajo de cabeza a todo el reino y a sus más allegados.
Ya desde pequeño, el futuro roi d’ Espagne demostró que era un joven de carácter abúlico e inseguro y que caía continuamente en breves periodos melancólicos. Aunque en las batallas contra los austracistas del pretendiente Carlos, impresionara a sus allegados con sus hazañas, en cuanto llegó a reinar y se vio enclaustrado en un viejo y oscuro Alcazar, tan distinto al fastuoso Versalles que había conocido en su juventud, su mente empezó a descender a los abismos de la demencia con una rapidez inusitada. Eran continuas las apariciones de estos “vapores melancólicos” que le obligaba a encerrarse y a confesarse de continuo.
A pesar de haberse quedado viudo de su primera esposa, María Luisa Gabriela de Saboya, y posteriormente haber encontrado de nuevo el amor en la figura de la brava donna, Isabel de Farnesio, la salud del rey siguió en declive. La inestabilidad emocional iba en aumento. En 1717 tuvo un gran brote depresivo en el que Felipe V sufría continuas pesadillas en las cuales trataba de ensartar a un fantasma con una espada. Además quería arrancarse la cabeza, pues padecía grandes cefaleas, astenias, trastornos gástricos y del sueño. Empezó a convertirse en un gran hipocondríaco sentándole cualquier cosa mal, desde una leve brisa hasta que saliera el sol por las mañanas. Poco quedaba de aquel bravo guerrero, pues muchos le veían envejecido y sucio.
Su esposa, la reina Isabel de Farnesio, era una mujer de carácter fuerte que en todo momento aguanto de manera directa la enfermedad mental de su esposo, sin caer nunca en el desanimo. Esto hizo que pasado un tiempo el rey volviera a la normalidad y volviera a dirigir el reino con fuerza y vigor. Pero en 1728 volvió a recaer, esta vez de manera grave. Recibía a los embajadores en camisa, sin pantalones y descalzo. Gritaba por los corredores mientras corría y se autolesionaba todo el rato a base de mordiscos. No dormía, comía en exceso e incluso cambió el orden habitual de vida, pues dormía durante el día y trabajaba con sus ministros de noche, a la luz de las velas. Su locura llegó a tal extremo que empezó a creer que todo el mundo quería envenenarlo a través de las ropas que se ponía, por lo que comenzó a llevar solo una muda puesta hasta que se le caía a pedazos y bebía continuamente triaca para evitar los fingidos envenenamientos
La reina, para distraerlo, decidió hacer continuamente “jornadas reales” es decir visitas a diferentes sitios de la Península, cacerías y fiestas. Pero todo ello fue en vano, pues la enfermedad ya era irreversible. Se negaba a afeitarse y a cortarse las uñas llevándolas larguísimas por lo que no podía llevar zapatos. Esta demencia degeneró incluso en alucinaciones creyéndose algunas veces que era un sapo o rana (se lo encontraron más de una noche de rodillas en los jardines de La Granja de San Ildefonso con la boca abierta esperando a una mosca) o que estaba muerto en vida. Incluso llegó a intentar montar a los caballos de los tapices reales.
En este punto es cuando, por sugerencia de los ministros, los nobles e Isabel de Farnesio, llega a España el gran castrato Carlo Broschi, llamado por todos Farinelli, para que con su increíble voz mitigara un poco la melancolía del rey. ¡Y lo consiguió! Su Majestad se sintió más aliviado obligándole a cantar en cualquier lugar que estuviera para que esa música lo alejara de su temida enfermedad.