Cuenta la leyenda que el Rey Canuto (995-1035 d.C), señor de Inglaterra, Dinamarca, Noruega y Escocia, fue un monarca sabio e inteligente, apreciado sobre todo por sus consejos y buen hacer en el gobierno. Se le conocía como el nuevo Salomón, tanto que e incluso los bardos no paraban de aclamarle en sus canciones:
Gran rey Canuto, que gobierna nuestra tierra, a quien el sol, la luna y las estrellas obedecen.
Un buen día el rey Canuto, harto de que lo ensalzaran tanto, y de que los más pelotas de la corte le dijeran todo el rato que el poder del rey era ilimitado mando llamar a sus más allegados y los congrego en la playa, a los pies de su castillo. Le dijo a un criado que también trajera el trono y lo situara en la orilla. Los cortesanos pensaron que el rey se había vuelto loco pero éste, imperturbable, alzó una mano y dirigiéndose con voz alta al océano le dijo:
Eres parte de mi dominio, y has de saber que el suelo en que se encuentra mi trono me pertenece, y todavía no se ha oído hablar de nadie que haya desobedecido mis órdenes impunemente. Por ello te ordeno que no crezcas, ni invadas mi tierra, ni mucho menos oses humedecer las ropas o el cuerpo de tu señor.
Esta claro que las aguas no le hicieron caso y solamente cuando casi le llegaban a las rodillas el monarca se retiró. Con sus vestimentas todavía mojadas, ante el asombro de todos y con gran serenidad en el rostro Canuto se volvió y les habló de la siguiente manera:
Todos los habitantes de este mundo sepan que vano y trivial es el poder de los reyes, y que nadie merece el título de rey, salvo Aquél a cuyas órdenes el cielo, la tierra y el mar obedecen por leyes eternas.
El rey se dirigió a su castillo y delante de todos, se quitó la corona mandando que la colocaran en la imagen de un Cristo crucificado como alabanza a Dios.