domingo, 13 de abril de 2014

LA LEYENDA NEGRA DE MESALINA



Si uno abre el Diccionario de la Real Academia y busca la palabra “Mesalina” se encontrará con la siguiente definición: Mujer poderosa o aristócrata y de costumbres disolutas. La frase, claramente, ya nos habla del carácter que tenía esta mujer. Mesalina era la tercera esposa del emperador Claudio, y madre de Octavia que sería con el tiempo la esposa de Nerón. Se sabe que era una mujer ambiciosa e intrigante pero por lo que ha pasado a la historia ha sido por su vena de ninfómana. Le encantaba practicar sexo con todo el que se cruzara por delante ya fueran siervos del emperador, secretarios, soldados de la guardia pretoriana, y senadores. En cambio si alguien se negaba a hacerlo con ella era condenado a muerte con cualquier excusa, como por ejemplo le pasó al senador Apio Silano. Por eso, viendo las barbas del vecino remojar, los libertos de la corte la denunciaron a su ignorante esposo el cual no dudó en ejecutarla.

Pero antes de que llegara ese momento a Mesalina le encantaba poner en práctica uno de sus pasatiempos preferidos: acudir disfrazada a los prostíbulos de peor categoría y hacerse pasar por prostituta haciendo gozar al mayor numero de hombres y mujeres hasta que amaneciera. Esto lo corrobora el propio poeta Juvenal en su sátira Sobre las Mujeres. Les dejo con él que lo explica mejor que nadie:

¿Por qué te preocupas de lo que hizo la casa de un
particular, de lo que hizo una Épia?

Vuelve tu vista a los émulos de los dioses, escucha
cuánto
soporto Claudio. Cuando su mujer se percataba de que
su marido dormía,
la augusta meretriz osaba tomar su capucha de noche
y, prefiriendo la estera a la alcoba del Palatino,
lo abandonaba, acompañado por no más de una esclava.

Y ocultando su pelo moreno con una peluca rubia
entraba en un caliente lupanar de gastadas tapicerías,
en un cuartito vacío que era suyo; entonces se prostituía
con sus áureas tetas al desnudo, usurpando el nombre
de Licisca,
y exhibía el vientre de donde naciste, noble Británico.
Recibía cariñosamente a los que entraban y les exigía
dinero.

Luego, cuando el dueño del burdel despedía a sus chicas,
se marchaba triste, y hacia lo que podía: cerrar la última
el cuarto, todavía ardiendo con la erección de su tieso
clítoris,
y se retiraba, cansada de tíos pero aún no saciada,
y afeada por el humo del candil y las mejillas
oscuras llevaba el olor del lupanar a su almohada.