sábado, 27 de septiembre de 2014

LAS CUENTAS DEL GRAN CAPITÁN



Hacia 1506, estando el rey Fernando II de Aragón, más conocido como El Católico, en un pueblecito de la bahía de Génova, mientras comprobaba el estado en el que se encontraban sus nuevos dominios italianos, llegó a sus oídos unos rumores inquietantes que venían a decirle que su lugarteniente Gonzalo Fernández de Córdoba, “El Gran Capitán”, estaba, por un lado, dilapidando el patrimonio real en beneficio propio, y que a la vez también estaba pensando en dar un golpe de mano para convertirse en rey de Nápoles.

Rápidamente el monarca aragonés acordó una reunión con él, y tras darse una breve y cordial bienvenida, Fernando se dirigió sin más dilación al meollo del asunto. Para que le demostrara su lealtad, exigió al Gran Capitán que justificara los gastos que había realizado como virrey de aquel lugar, pero éste, molesto por aquella ridícula petición, le mostró la siguiente lista en la que venían especificados aquellos supuestos fraudes exorbitantes junto con una aclaración a base de conceptos absurdos. Sin prisa, pero sin pausa, le recitó lo siguiente:

Cien millones de ducados en picos, palas y azadones para enterrar a los muertos del enemigo. Ciento cincuenta mil ducados en frailes, monjas y pobres, para que rogasen a Dios por las almas de los soldados del rey caídos en combate. Cien mil ducados en guantes perfumados, para preservar a las tropas del hedor de los cadáveres del enemigo. Ciento sesenta mil ducados para reponer y arreglar las campanas destruidas de tanto repicar a victoria. Finalmente, por la paciencia al haber escuchado estas pequeñeces del rey, que pide cuentas a quien le ha regalado un reino, cien millones de ducados.

Cuando ya iba por la mitad de la lectura, el monarca, con el rostro colorado por la vergüenza, quiso cambiar de tema, pues él mismo se había dado cuenta de que los rumores eran infundados y que verdaderamente había recibido toda una lección de humildad. Esta historia, todavía no probada por los especialistas, pone de manifiesto dos cosas. Una, la actitud generosa y noble del militar; y dos, por el contrario, la imagen mezquina del rey católico, a quién nunca le importó dejar tirados a sus mejores hombres tras haber conseguido lo que deseaba.