Un soleado día
de 1726 el científico Johannes Bartholamäus Adam Beringer, profesor de la
universidad alemana de Würzurb, encontró
unos fósiles nunca vistos hasta entonces. Este buen hombre no salía de su
asombro al contemplar unos pedazos de piedra perfectamente conservados en los
que aparecían gran tipo de animales: lagartos con sus características anatómicas
intactas, abejas con sus panales, o arañas con sus telas increíblemente plasmadas…
E incluso aparecían representadas de manera fidedigna las figuras del sol, la
luna, las estrellas, además de algún cometa. Tiempo después escribió un libro
titulado Lithographiae Wirceburgensis hablando
sobre estos descubrimientos.
Pero lo que no
sabía este buen hombre es que había sido víctima de una broma pesada. Un
profesor de geografía y algebra llamado Ignatz Roderick, y un bibliotecario de
la misma universidad, Georg von Eckhardt, habían maquinado un plan para
divertirse a costa de la credulidad de Beringer.
Para ello mandaron esculpir en piedra un gran número de fósiles increíbles, y
posteriormente enterrarlos donde normalmente el científico solía buscarlos. Al
principio, cuando se produjo el hallazgo los bromistas no paraban de reírse y
felicitarse por lo ingeniosos que habían sido. Pero cuando Beringer les
comunicó que iba a publicar su libro se dieron cuenta que se habían pasado de
graciosos, así que decidieron sacarlo del error. Se reunieron con él y le
confesaron que todo había sido una broma cruel y que los fósiles que había
desenterrado eran falsos. Pero fue inútil puesto que Beringer siguió insistiendo, ante
el asombro de los bromistas, que aquellos hallazgos eran verdaderos y que
siempre defendería sus teorías. Cosa que hizo en su libro a pesar de las
advertencias de sus amigos.