Que Julio César
era una persona muy orgullosa y pagada de sí misma lo ilustra perfectamente
esta anécdota. Corría el año 75 a. C cuando fue capturado cerca de la isla de
Farmacusa (isla cercana de Grecia en el mar Egeo) por un grupo de piratas. Después
de desvalijar el barco y acabar con los marineros que no quisieron unirse a
ellos, empezaron a deliberar cuánto dinero
podían sacar por aquellos cautivos que tenían pinta de ser posibles
patricios. Pero cuando el joven César se enteró de que iban a pedir solo 20
talentos por su persona se sintió terriblemente ofendido y al final acabó convenciéndoles
de que sería mejor que pidieran un total de 50 talentos, aunque terminó diciéndoles
que daría igual lo que pidieran porque en cuanto fuera libre les haría
crucificar. Los piratas (menos mal) se rieron de esta bravuconada y como acabó cayéndoles
bien se lo llevaron consigo a su base secreta en una cueva de la isla. Y así
pasaron un total de 38 días, a la espera del rescate pactado, en los que César
les amenizó con recitales de poesías y discursos, y tan bien se portaba que
incluso guardaban silencio cuando dormía. Pero cuando los piratas lo liberaron,
el futuro dictador no perdió el tiempo y reclutó a un grupo de mercenarios para
que lo ayudaran a vengarse de sus captores. Y así lo hizo pues en cuanto los
tuvo delante de él, atados de pies y manos en la playa, mandó inmediatamente
que los crucificaran, a pesar de que el cónsul Silano le había intentado convencer
de lo contrario. Aunque fue inútil ya que el joven César no cumplía su
promesa porque le hubieran capturado sino porque le hubieran menospreciado a la
hora de fijar el precio de su rescate.