lunes, 10 de agosto de 2015

EL GRAN CAPITÁN LE PARA LOS PIES AL PAPA



Durante la Primera Guerra Italiana (1494 – 1498) las tropas francesas de Carlos VIII, comandadas por el vizcaíno Menaldo Guerri  tomaron el control del puerto de Ostia, produciendo en Roma una gran carestía de trigo y de otros productos procedentes del mar. Y aunque las fuerzas pontificias intentaron una y otra vez tomar aquella zona costera les era imposible del todo. Así pues al papa Alejandro VI, viendo peligrar su situación en la ciudad, no le quedó más remedio que llamar en su ayuda a las tropas españolas de Gonzalo Fernández de Córdoba, más conocido por todos como El Gran Capitán. En 1497 el militar español consiguió acabar con éxito el sitio al que era sometida Ostia, y unos días después, de la misma manera que hicieran los generales romanos, entraba triunfante en Roma llevando encadenado a Guerri a la parte trasera de su carro. Al grito de libertador el Gran Capitán era recibido por el papa Borgia en la Basílica de San Pedro, y después de homenajearle como era debido le hizo entrega de la famosa Rosa de Oro, que era la máxima distinción papal existente.

Todo iba según lo previsto, pero cuando parecía que no iba a ocurrir nada fuera de lo normal, a Alejando VI se le escapó delante del capitán español que estaba muy enfadado con los Reyes Católicos, tachándolos de ingratos y oportunistas. Y es justamente en este punto donde se demuestra uno de los puntos fuertes de Gonzalo Fernández Córdoba, la lealtad, ya que en cuanto oyó este comentario se plantó delante del Papa y sin importarle quien tuviera enfrente le recordó unas palabras que el mismo Santo Padre le había dicho cuando estaba tan apurado: “Si las armas españolas me recobraban Ostia en dos meses, debería de nuevo al Rey de España el Pontificado”. Y no contento con ello apuntilló lo siguiente: “Más le valiera no poner a la Iglesia en peligro con sus escándalos, profanando las cosas sagradas, teniendo con tanta publicidad, cerca de sí y con tanto favor a sus hijos, y que le requería que reformase su persona, su casa y su corte, para bien de la cristiandad”. Aquello debió dejar helado al Vicario de Cristo en la tierra. Un texto posterior lo expone perfectamente:

El papa quedó turbado del esplendor vivo de la verdad, enmudeció del todo, asombrado de que supiese apretar tanto con las palabras un soldado, y de que a un Pontífice, tan militar y resuelto, hablase en Roma, en su palacio y rodeado de armas y parientes, un hombre no aparecido del cielo, en puntos de reforma y con tanta reprehensión.