Es sabido que
muchos papas han sido grandes fumadores, pero hubo un tiempo en que el Vaticano
no fue tan favorable al “vicio traído de América”. En 1642 el papa Urbano VIII
publicó una bula llamada Cum Ecclesiae
en la que anunciaba que cualquiera que fumara, mascara o aspirara tabaco dentro
de las iglesias de Sevilla quedaría automáticamente excomulgado ya que temía
que el humo de esta sustancia empañara la visión dentro de la iglesia además de
evitar que los propios sacerdotes se entretuvieran tomando un poco de rape o liándose
algún cigarro en mitad de la liturgia. Tiempo después, en 1650, Inocencio X
amplió esta prohibición a más iglesias de la cristiandad. No fue hasta 1745 que
Benedicto XIII decidiera anular este castigo ya que se daba cuenta de que la
mayoría de los feligreses no hacían otra cosa que entrar y salir continuamente
de la iglesia para fumarse un cigarrito.
Como ejemplo de
los recelos que suscitaba el tabaco a las altas esferas eclesiásticas hay que
señalar que la Santa Inquisición española no dudó en condenar a Rodrigo de
Jerez, que ostentaba el título de ser el primer europeo en fumar tabaco, por
haber exhibido dicho “invento satánico” en mitad de la calle, a la vista de
todo el mundo, e incluso haberlo cultivado en su propio huerto. A consecuencia
de ello estuvo encerrado casi cinco años. Me imagino que lo primero que hizo nada
más salir de la prisión fue echarse una calada.