Cuando los nazis
tomaron el poder en Alemania, Kitty Schmidt, que entonces regentaba el burdel
más lujoso de Berlín, fue acusada por las autoridades de salvar a judíos
poniéndolos a salvo al otro lado de la frontera y de transferir sus fortunas a
bancos británicos, acusación que por otro lado era cierta. Los nazis, en vez de
detenerla y conducirla a la cárcel o algún campo de concentración le
propusieron convertir su salón en una tapadera de las SS, para que a través de
sus chicas y de micrófonos ocultos en las habitaciones, sacar información a los
altos mandos del partido y a generales que fueran sospechosos de tener
opiniones contrarias al Führer.
Cuando la guerra
iba bien, el burdel, centro de espionaje y de excentricidades sexuales, iba
viento en popa, pero cuando los alemanes empezaron a perder en todos los
frentes y se veía cerca el final del Reich de los Mil Años, los clientes fueron
disminuyendo. A punto de acabar la guerra las SS decidieron transferir de nuevo
la titularidad del burdel a su antigua dueña, pero con la condición de que
nunca rebelara los secretos y misterios que hubo durante aquellos años en el
Salon Kitty, sino quería acabar muerta. Y así lo hizo, fomentando las
increíbles leyendas que se tejieron entre aquellas paredes.