Durante la Edad
Media, existía una ley conocida como Regalía de Aposento que dictaminaba que
los dueños de una casa tenían que ceder la mitad de ésta a funcionarios reales
o trabajadores de la Corte mientras los reyes estuvieran en un pueblo o ciudad.
Es decir que el propietario de una casa debía acoger de manera gratuita a
cualquier trabajador de la Corte. ¡Imagínense que problema! Tener que ver
diariamente a una persona que no es familiar tuyo andando por tu propio hogar
y, encima, servirle. De todas maneras como en aquel tiempo las Cortes en España
fueron itinerantes este inconveniente no era eterno y pronto los dueños de las
casas se veían libres de esta carga. Pero en 1561 cuando se envió una Cedula
Real a la Villa de Madrid indicando que sería la capital de España de manera
permanente, esta Regalía de Aposento pasó de ser una molestia pasajera a una auténtica
pesadilla para muchos madrileños que vieron como de la noche a la mañana un
buen número de funcionarios reales traspasaban sus umbrales con la intención de
quedarse en sus hogares para siempre.
Con el traslado
de la Corte a Madrid hubo un importante cambio urbanístico en la ciudad, hecho
saludado por muchos comerciantes que veían en esta nueva capitalidad un gran
numero de ventajas comerciales. Pero al ciudadano de a pie no le hizo mucha
gracia. Así que para expulsar a aquellos gorrones decidieron utilizar una de
las armas más importantes de este país: la picaresca. Se sabía que no en todas
las casas se podía aplicar esta Regalía de Aposento. Estas casas pasaron a
llamarse “casas privilegiadas” y muchas de ellas se libraron de esta ley
mediante el soborno o las donaciones reales.
Pero no todo el
mundo disponía de suficiente dinero para engañar a los funcionarios, así que hallaron
la solución en la misma ley, ya que ésta decía que existían “casas de difícil
partición”. Es decir aquellas que por ser pequeñas tanto de altura como de
anchura no podían ser divididas entre la familia y los ocupantes de la Corte.
Por ejemplo las de una sola planta estaban exentas de ser compartidas, así que
los madrileños se las ingeniaban para simular el tamaño. Acababan de nacer las
Casas a la Malicia, ¿Cómo lo hacían? Pues en muchos casos se ocultaban las
habitaciones superiores y se eliminaban los balcones. También se construían
establos en los sótanos, y desvanes en la segunda planta. E incluso se reducía
al máximo los tejados para que pareciera que la casa era más bajita de lo
normal. Como consecuencia de ello el aspecto exterior de las casas y de las
calles de Madrid era muy sobrio, pareciéndose más a un mísero poblacho que a la
capital de un país. Prueba de ello es que muchos viajeros extranjeros en
aquella época hablan de lo pobre que parece Madrid en comparación con ciudades
como Londres, París o Roma.